Entrega tu corazón.

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One shot / 959 palabras.
AU!

El aroma del petricor, té de manzanillas y el sabor a lágrimas era captado perfectamente por tus sentidos, a pesar de estar adormilados por el estado de disociación que te embargaba

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El aroma del petricor, té de manzanillas y el sabor a lágrimas era captado perfectamente por tus sentidos, a pesar de estar adormilados por el estado de disociación que te embargaba. Más pronto que tarde, peinaste las hebras aún húmedas de tus cabellos con los dedos, leyendo los últimos párrafos del capítulo de ese libro que reposaba sobre tu regazo, al mismo tiempo, un chasquido de las ramas secas al romperse provino del exterior, avisándote que tal vez tenías un visitante inesperado que caminaba a pasos elegantes y diestros sin importar los frondosos árboles, vegetación salvaje y los gatos callejeros que eran sus fieles compañeros, en medio de su triste estadía en dicho lugar. Estaba sola, pero no sufría las penurias del hambre y podía llevarse comida a la boca, saciar sus necesidades primarias... aunque la estabilidad emocional, su felicidad y paz no se hallaban de acuerdo con su decisión de inmigrar. Su madre tenía toda la razón, como de costumbre, ese hecho siempre era el acto desesperado de un hombre para encontrar un mejor sitio, que le proporcione buenas oportunidades y quizás, cumplir los sueños que no poseían cavidad alguna en sus países sometidos por el subdesarrollo.

La antigua puerta resonó en el invernadero, las bisagras produciendo un sonido tan irritante que frunciste el ceño y suspiraste, pidiéndole a todo lo divino que no te diese otra terrible migraña ese día. Los colores del atardecer pintaban el firmamento, gamas cálidas que no llegaban a despertar nada en tu sentir, cual persona aletargada e inmune a la sensibilidad de los fenómenos naturales más comunes. Hasta que, vislumbraste el rostro de Erwin entre las orquídeas, con su camisa blanca y la biblia en su mano para hablarte de las buenas nuevas del Salvador. Para nadie en esa localidad era un secreto que te considerabas agnóstica, desconociendo cualquier figura que adoraban los religiosos y practicante de los cultos populares, sin embargo, tu perspectiva era maleable bajo las suaves manos de ese hombre, moldeándola de una manera que ni siquiera en clases de catecismo pudiste adquirir.

Probablemente ese era Jesucristo, manifestándose como un varón de rubios cabellos cual oro, de prominentes cejas y ojos tan azules como el océano. Negaste, riendo de tus tontos pensamientos, a veces te perdías demasiado en fantasías que alimentaba la energía de tu herido corazón y no hallabas la manera de expresar porque el pastor de esa comunidad se mostraba tan interesado por tu compañía, que según tú, no era para nada grata. Aún así, solían verlo escoltándote, buscándote temas de conversaciones, sonriéndote y demás tratos que no se enfocaban únicamente en la predicación del evangelio... Todos estos hechos solo despertaron la intriga de las personas, normalizando que les comentaran sobre la bonita pareja que hacían y las que se interponían eran aquellas doncellas que aspiraban a ser despojadas por semejante caballero, sin saber que, ya se le había revelado un ángel en sueños, anunciando quien era la mujer idónea para ello.

—El amanecer le da esperanza a los hombres —musitó, su voz varonil y melodiosa llenando el espacio.

—Al igual que lo hace con quien compartir esa fe —completaste, sonriendo con amabilidad. Palmeando la silla a tu lado para que se sentara.

—Es una bonita tarde, pensé que te encontraría escribiendo en la plaza cerca del templo —mencionó, colocando el libro y su maletín en la mesa de madera.

—Mi artículo puede esperar por ahora, no me siento en la capacidad de redactar algo decente en estos momentos...

—Tú misma eres quien marca los límites, así que no inventes excusas que te impidan entregar tu corazón —contestó, sujetando tu mano y la acercó a sus finos labios, besándola con suavidad—. Sé que, al escribir transformas historias carentes de emoción en fascinantes obras que conmueven hasta el más irascible, por eso no quiero que dejes de hacerlo.

—No quiero deprimirme de nuevo, caer en las garras de la agonía ha sido lo más duro que he experimentado —murmuraste, echándole un vistazo fugaz a tus ensayos desperdigados por la superficie—. Es como regresar al infierno habiendo residido en el paraíso. Tengo tanto miedo... pero al mismo tiempo sé que todas las decisiones que he tomado han sido para bien.

—Y eso es muy importante, tu espíritu valiente te ha traído hasta aquí —aseguró, dándote una mirada comprensiva, con una calidad humana que hizo tus orbes cristalizarse por las lágrimas que se avecinaban—. Si observas el pasado que sea para aprender de él, para valorar tus triunfos y abrazar la alegría al despertar una vez más.

— ¿Cómo estás seguro de eso? —interrogaste, la voz quebrantada como la máscara de tu rostro que iba desmoronándose al enseñarle los bordes de tu alma.

Él disminuyó la distancia que los separaba, descifrando el lenguaje ambiguo del obsidiana de tus ojos, acariciando los bucles negros que adornaban tu fisionomía y se reprendía por su falta de modales al ser dominado por sus instintos humanos. Anhelaba estrecharte en sus brazos, besar tus labios y mejillas, encontrarse plasmado en los hermosos versos que escribías, encomendarse a tu devoción cada vez que salía. Porque era una verdad inflexible: te amaba, como la dulce miel y la pureza de un cristal. Incluso en ese mundo terrenal, donde la estadía es esporádica y los individuos son pasajeros, era posible el impresionante hallazgo de esa magnitud, de un amor perenne tan bilateral como el derecho, con desperfectos por supuesto, pero que se esforzaba en hilar muchas más bienaventuranzas que dolor.

—Porque no has rechazado la cercanía de mi presencia en tu alrededor, así como las nubes de tempestad se han dispersado en tus luceros y ahora, le dieron protagonismo a la luna con sus estrellas —insistió, recuperando su templanza y calmando los latidos apresurados en su caja torácica.

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Despiértame | Erwin Smith Where stories live. Discover now