Prólogo.

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Como todos los cuentos de hadas, esta historia comienza con una fórmula sencilla: había una vez... Pero es aquí donde nuestra historia, un cuento de hadas fuera de lo común, da un giro, porque no es solo el cuento de un apuesto príncipe y otro apuesto príncipe...aunque, en efecto, resulta encantador. Esta es la historia de una belleza mucho más profunda. Es la historia de dos personas unidas por circunstancias muy peculiares, dos personas que aprenden realmente a apreciar lo que importa solo después de comprenderse, después de que su leyenda —una leyenda tan vieja como el tiempo y tan fresca como una rosa— nace.
Entonces, nuestra historia empieza: Había una vez, en lo más profundo de Francia...




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El príncipe gruñó. Estaba frente a dos enormes puertas recubiertas de oro que permanecían cerradas. Podía oír la música y las risas provenientes del otro lado. La fiesta, su fiesta, ya había comenzado. Se escucha el tintineo del cristal mientras los invitados brindaban por la noche y se paseaban en el suntuoso salón de baile con los ojos cada vez más abiertos ante los cientos de objetos invaluables que decoraban las paredes. Hermosas vasijas, cuadros minuciosos de lugares lejanos, deliciosos tapices y platos de oro puro eran solo algunos de los muchos artículos, pero todos quedaban opacados en comparación con la belleza de los propios invitados. Porque el príncipe no invitaba a cualquiera a sus fiestas, sino solo a quienes consideraba los suficientemente hermosos para estar en su presencia. Así que los invitados que llagaban de todas partes, se exhibían tanto como los objetos inanimados del salón.
De pie ante las puertas cerradas, el príncipe apenas si notaba a los sirvientes que se movían ajetreados a su alrededor para, nerviosos, darles los últimos toques a su disfraz. Su mayordomo se paseaba cerca, sujetando su reloj de bolsillo. El aburrido hombre menor odiaba la descarada falta de consideración que el príncipe tenía por el tiempo. Y, a su vez, el príncipe disfrutaba mucho desperdiciar el tiempo del mayordomo. Junto a Su Majestad estaba una criada con un pincel de plumas en la mano; cautelosamente, pintó una línea blanca en el rostro del joven. La pintura se deslizó sobre la piel tersa y perfecta sin dificultad. Cuando terminó, la criada alejo la mano y ladeó la cabeza para apreciar su trabajo.
Pintar la máscara había tomado horas, y se notaba. Era exquisita. El rostro del príncipe se había transformado en él de un exótico animal salvaje. No faltaba ningún detalle, ni siquiera los rasgos más sutiles de los bigotes felinos. Estos se elevaban desde la boca caída. Los pómulos de Su Majestad, que de por sí eran llamativos por su finura, habían sido convertidos en algo más suave, aunque más cruel al mismo tiempo. Su nariz, la cual en varias ocasiones había sido descrita como noble, ahora se parecía al hocico de un tigre. Solo los ojos cafés del príncipe permanecían iguales. No obstante, estos ya parecían fríos y mordaces, como el animal que él deseaba representar.
Luego de hacerse a un lado, la criada espero a que el jefe de sirvientes acomodara una larga capa con incrustaciones de joyas sobre los hombros del príncipe y la inspeccionará cuidadosamente para asegurarse de que ninguna joya estuviera fuera de su lugar. Satisfecho, el jefe de sirvientes hizo un gesto con la cabeza a la criada, quien procedió a polvear la peluca de Su Majestad. Después, ambos realizaron una reverencia y esperaron, sin soltar el aliento, a que el príncipe hiciera algo.
Con una mano aguantaba, el príncipe hizo un ligero movimiento arrogante. Al instante, un lacayo apareció.

— Más luz — ordenó el príncipe.

— Si, Su Majestad— dijo el lacayo, dándose la vuelta para tomar un candelabro que descansaba ahí cerca. Lo levantó, haciendo que iluminara el rostro del príncipe.
Su Majestad agarró un pequeño espejo. Era plateado y tenía florituras sobre la parte trasera y en el delicado mango. Entre las grandes manos, el espejo se veían diminuto e increíblemente frágil. Alzándolo para poder mirar su rostro, el príncipe se acicaló. Volteó hacia la izquierda, y luego a la derecha y enseguida a la izquierda de nuevo, antes de mirar de frente su reflejo. Asintió una vez y luego, como si se tratara solo de un trapo, el príncipe soltó el espejo.
La criada, quien casi se había desmayado de alivio al ver el gesto aprobatorio de Su Majestad, soltó un grito ahogado cuando el espejo comenzó a caer. Sin siquiera tomarse la molestia de voltear al escuchar ese ruido, el príncipe ordenó que el mayordomo abriera las puertas del salón de baile. Mientras Su Majestad entraba, un lacayo se lanzó hacia delante y atrapó el espejo , Justo antes de que golpeara el suelo. Los sirvientes dejaron escapar un suspiro unánime a la vez que las puertas se cerraban detrás del príncipe; durante las siguientes horas podrían relajarse, lejos de las presencias de su cruel, mimado y desagradable amo.
Sin percatarse de los pensamientos de sus sirvientes o tal vez consiente de ellos, pero sin darles importancia, el príncipe se abrió a través del salón de baile. Era como cruzar un mar blanco; así lo habían indicado las invitaciones. Muchos de los invitados se distinguían solo por sus máscaras. Resultaba encantador. La boca de Su Majestad, sin embargo, seguía caída, y su expresión solemne no indicada ningún indicio de placer por contemplar tal belleza de su castillo. Nunca permitía que otros vinieran si sentía alegría o dolor, lo cual le daba un cierto aire de misterio que él disfrutaba sobremanera. Mientras caminaba, escuchó los susurros de las jóvenes, que se preguntaban emocionadas si esta sería la noche en que eligiera a una de ellas para bailar. Una sonrisa engreída quiso torcer los labios del príncipe, pero él la reprimió y siguió su camino.

El Bello y la Bestia ღ KookVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora