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8|:consider it done.

La muchacha acaba en el vehículo de su compañero y cuando llegan al apartamento del muchacho, él coloca a Mae sobre el sillón de su pequeña sala de estar. Ella nota que, en algún momento del viaje desde el bar hasta la vivienda, había caído dormida, y sólo las fuertes luces lograron despabilarla. Wyatt da media vuelta hacia su baño en busca del botiquín de primeros auxilios y la muchacha se deja hundir entre el felpudo que yacía sobre el reposabrazos del sofá.

El chico vuelve con una pequeña caja entre manos. La coloca sobre la mesilla frente al asiento de Mae y rebusca en ella. Termina por sacar algodón, alcohol, vendas y una toalla blanca.

—Siéntate —le pide—. Por favor —agrega rápidamente de manera más suave, provocando que la paciente obedezca, cansada de oponerse.

Wyatt toma asiento en el pequeño espacio libre que queda a su lado, para acercarse a la herida. Le pide permiso antes de mover de lugar la prenda que llevaba puesta para tener más accesibilidad a la zona perjudicada. Desliza el tirante de su top y sostén por su brazo hasta debajo de su axila frente a un imperturbable Wyatt.

Él analiza de cerca el puñal incrustado en la piel tratando de adivinar su profundidad. Supuso que sólo la mitad se encontraba incrustado.

Cuidando sus movimientos, extrae el arma mientras la chica se traga acezos de dolor que le provoca tal movimiento. Ya retirada, la lanza hacia atrás y rápidamente ejerce presión sobre la herida para detener la hemorragia.

—Hiciste bien en no quitarte la daga —observa.

No obtiene respuesta de la muchacha herida, quien se rehúsa a sucumbir a sus intentos de entablar una conversación porque seguía molesta por su comportamiento de días atrás. Además, su cabeza estaba demasiado concentrada en el dolor que causaba su herida.

Incómodos minutos más tarde, el chico hace un leve amague de quitar la toalla de su lugar para comprobar si la sangre ha dejado de emanar. Y cuando comprueba aquello, retira la toalla teñida de un color rosáceo para posarla sobre la mesilla e intercambiarla por el recipiente de alcohol y algodón. Sumerge un pedazo en el líquido, y advirtiéndole que iba a arderle, procede a limpiar la herida de Mae, quien aprieta los dientes y arruga la cara al entrar en contacto con el desinfectante.

Cuando termina, conduce los algodones utilizados a un rincón, aplica una crema que Mae no reconoce y se somete a la tarea de vendar la lesión.

—Debiste haberme llamado —reprende suavemente.

—No necesito tu ayuda —responde ella tajante mirando al frente. Su acompañante desvía la mirada hacia su rostro por un momento y luego la vuelve hacia su tarea.

—Lo sé —concuerda dócil—. Pero te hubiese ido bien una mano. Quiero decir, era un sicario que me quería muerto, ¿no?

Esa palabra hace cortocircuito en la cabeza de Mae y recuerda que aún tiene cuentas pendientes. Con cuidado levanta sus glúteos del asiento y desliza su mano derecha hacia el bolsillo trasero de sus pantalones para tomar el móvil del difunto asesino a sueldo.

Despliega el dispositivo y se encuentra con una pantalla bloqueada. Recuerda los números mencionados por su dueño y los introduce.

2329.

Pero el aparato lo indica como erróneo. La chica frunce el ceño y vuelve a introducirlo pensando que se trata de un error. Nuevamente le es imposible introducir a los archivos y contiene un gruñido de enfado. Recobrando la compostura, vuelve a cerciorarse que no hay ningún error mediante el colocar con parsimonia los números uno por uno. Y otra vez, nada.

MAEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora