Verano en la playa

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Con el cierre final de notas del segundo trimestre, podía decir formalmente que daba por terminado mi último año de bachillerato. Era, por fin, ¡libre! Había terminado el instituto y en lo que a eso respectaba, ya me había convertido en una adulta. Y como cualquier cierre de notas, el fin de ciclo olía a verano. Olía a arena, a sal de mar, a árboles florecidos y a batidos de fresa.

Salí del recinto dando largos pasos, respirando aquel aire perfumado y dejando que el sol candente me dibujara líneas sobre la piel. Me sentía a gusto, me sentía de buen humor. El verano comenzaba, la temporada de trabajo aumentaba en la ciudad de la playa, y todo el mundo parecía repentinamente salir de ese caparazón congelado de un invierno que había sido muy frío para de repente florecer bajo el sol de diciembre. Caminé lentamente, disfrutando del camino, viendo las manchas de sol en el suelo, interrumpidas por las siluetas de las hojas de los árboles que se balanceaban suavemente con alguna brisa cálida del sur. Crucé la calle para dar con la plazoleta y frené en la parada de autobús. Tenía un buen tramo hasta mi casa, así que era lo mejor era tomar  el bus cuando antes.

Una de las cosas que más me gustaba del verano, era que yo había sido, y era siempre, la chica de la playa. Vivía desde hacía toda mi vida en la casona alta frente al camino de piedra, recubierta de vegetación y alejada del pueblo y el resto de la sociedad. Lo que era, en mi opinión, una de las cosas que más me favorecía: podía esconderme en mi lugar pacífico siempre que quería, y sólo tenía que cruzar la calle de piedra para dar con las dunas de arena que bajaban hasta un mar tan azul que daban ganas de meterse todo el día. Y durante la noche, a un costado de mi casa se abría, al aire libre, un patio de comidas que funcionaba como bar, el sueño cumplido de mi padre y mi trabajo de medio tiempo; lugar que se llenaba de gente muy a menudo, sobre todo en temporada de verano.

Adoraba ser la chica de la playa, adoraba mi soledad entre los árboles, adoraba el bar de noche y por sobre toda las cosas adoraba tener el mar siempre cerca. Sólo había un pequeño, pequeñísimo detalle, que básicamente arruinaba toda mi historia perfecta, y tenía nombre y apellido.

Lo cierto era que la casona, en realidad, había sido mucho más grande en una época, pero tras la pelea de sus dueños ésta terminó dividiéndose en dos: el ala A, y el ala B. Mi familia había heredado el ala B desde hacía ya muchas generaciones atrás, casa que había pertenecido a mi abuelo materno, y a su abuelo, y así. El ala A, según cuenta mi padre, había estado desocupada y en manos del Estado al fallecer sus dueños originales hacía muchos años. En el pueblo, por aquella época, corrían rumores de que la casa estaba embrujada. Y digo aquella época porque apenas tenía dos años de edad cuando una familia, por fin, la compró: la familia Jeon. Una familia pequeña, surcoreana, con dinero para dar y regalar, que había decidido que aquella mitad de la casona era un lugar perfecto para pasar todos y absolutamente todos sus veranos. Por lo que desde que tenía memoria esa casa se encontraba vacía la mayor parte del año, hasta que al arrancar el verano era habitada por ésta familia. 

Y todo estaba bien hasta ahí, nada de qué preocuparse; sólo había un simple hecho que hacía que todos mis planes se fueran a la basura: Jeon Jungkook. Estatura promedio, peso promedio, belleza promedia, IQ increíblemente abajo del promedio. Jeon Jungkook era la reencarnación de mi peor pesadilla. En todos mis recuerdos de verano estaba él. Si no estaba tirándome arena en el cabello, intentaba ahogarme en el mar, o enterraba las cabezas de mis barbies en la arena, rompía mis castillos, tiraba de mis trenzas, se comía mi comida, se burlaba de los niños que me gustaban, metía cangrejos por el cuello de mi blusa, me tachonaba los libros de dibujo, entre otro tipo de travesuras. Mi padre, como buen padre que había sido siempre, me decía que era la edad, que las niñas "madurábamos antes que los niños". Pero, claro, el tiempo pasó; y ambos fuimos creciendo, codo a codo. Año tras año Jungkook aparecía para hacer de mi vida un infierno; y no importaba realmente cuantos años pasaran, él siempre estaba ahí para jugar con mis nervios. Y como si fuera un chiste del Universo, todos lo adoraban. El muchacho cada año volvía y destacaba en algo nuevo: si no era el primero de su clase, había aprendido nuevas clases de surf, de voleiboy playero, hacía artes marciales, breakdance, jugaba ajedrez, videojuegos de consola. Jungkook parecía ser el chico más simpático y agradable de todo el pueblo; no había nadie que no quisiera pasar el verano junto a él. 

Nadie, excepto yo; porque justo en el momento en el que nadie estaba mirando, Jungkook aprovechaba para girarse hacia mi y tirarme del pelo.

Por ésta y otras razones, mi verano era casi perfecto.






Let's Not Fall in Love [Jeon Jungkook]©Where stories live. Discover now