Solitario

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Corrí al departamento de Minho hyung, pero no lo encontré: me dijeron que debía de estar en la librería

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Corrí al departamento de Minho hyung, pero no lo encontré: me dijeron que debía de estar en la librería.

Fui hasta la librería, lo encontré, lo llevé aparte de un brazo, le dije que necesitaba su auto.

Me miró con asombro: me preguntó si pasaba algo grave.

No había pensado nada pero se me ocurrió decirle que mi padre estaba muy grave y que no tenía bus hasta el otro día.

Se ofreció a llevarme él mismo, pero rehusé: le dije que prefería ir solo.

Volvió a mirarme con asombro, pero terminó por darme las llaves.

Eran las seis de la tarde.

Calculé que con el auto de Lee podía llegar en cuatro horas, de modo que a las diez estaría allá.

"Buena hora", pensé.

En cuanto salí a la carretera, lancé el auto a ciento treinta kilómetros y empecé a sentir una rara voluptuosidad, que ahora atribuyo a la certeza de que realizaría por fin algo concreto con él.

Con él, que había sido como alguien detrás de un impenetrable muro de vidrio, a quien yo podía ver, pero no oír ni tocar; y así, separados por el muro de vidrio, habíamos vivido ansiosamente, melancólicamente.

En esa voluptuosidad aparecían y desaparecían sentimientos de culpa, de odio y de amor: había simulado una enfermedad y eso me entristecía; había acertado al llamar por segunda vez a lo de Song y eso me amargaba.

¡Él, SeungMin, podía reírse con frivolidad, podía entregarse a ese cínico, a ese mujeriego, a ese poeta falso y presuntuoso!

¡Qué desprecio sentía entonces por él!

Busqué el doloroso placer de imaginar esta última decisión suya en la forma más repelente: por un lado estaba yo, estaba el compromiso de verme esa tarde; ¿para qué?, para hablar de cosas oscuras y ásperas, para ponernos una vez más frente a frente a través del muro de vidrio, para mirar nuestras miradas ansiosas y desesperanzadas, para tratar de entender nuestros signos, para vanamente querer tocarnos, palparnos, acariciarnos a través del muro de vidrio, para soñar una vez más ese sueño imposible.

Por el otro lado estaba Seungyoon y le bastaba tomar el teléfono y llamarlo para que él corriera a su cama.

¡Qué grotesco, qué triste era todo!

Llegué a la estancia a las diez y cuarto.

Detuve el auto en el camino real, para no llamar la atención con el ruido del motor y caminé.

El calor era insoportable, había una agobiadora calma y solo se oía el murmullo de los insectos.

Por momentos, la luz de la luna atravesaba los nubarrones y pude caminar, sin grandes dificultades, por el callejón de entrada, entre los eucaliptos.

Cuando llegué a la casa grande, vi que estaban encendidas las luces de la planta baja; pensé que todavía estarían en el comedor.

Se sentía ese calor estático y amenazante que precede a las violentas tempestades de verano.

Era natural que salieran después de comer.

Me oculté en un lugar del parque que me permitía vigilar la salida de gente por la escalinata y esperé.

Fue una espera interminable.

No sé cuánto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte.

Pero de mi propio tiempo fue una cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde Kim y yo estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a tiempos de infancia y yo lo veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados.

Y era como si los dos hubiéramos estado viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos pasadizos, delante de una escena pintada por mí, como clave destinada a él solo, como un secreto anuncio de que ya estaba yo allí y que los pasadizos se habían por fin unido y que la hora del encuentro había llegado.

¡La hora del encuentro había llegado!

Pero ¿realmente los pasadizos se habían unido y nuestras almas se habían comunicado?

¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo esto!

No, los pasadizos seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un muro de vidrio y yo pudiese verlo, a Kim como una figura silenciosa e intocable...

No, ni siquiera ese muro era siempre así: a veces volvía a ser de piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de él en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo
deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida.

Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a este muchacho y había creído ingenuamente que venía por otro túnel
paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o
le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro.

Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, él vivía afuera su vida normal, la vida agitada
que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad.

Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas el estaba esperándome mudo y ansioso

¿Por qué esperándome? ¿Y por qué mudo y ansioso?

Pero a veces sucedía que él no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, lo veía a lo lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no lo veía en absoluto y lo imaginaba en lugares inaccesibles o torpes.

Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado.

Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado

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Hair Band /HyunMinWhere stories live. Discover now