Capítulo 39

892 104 60
                                    

Había dos cadáveres en aquella habitación.

Uno de carne blanquecina con sangre paralizada en las venas y otro con un corazón asincrónico y entrañas trituradas por un dolor desquiciante. La delgada línea entre uno y otro se desdibujaba en ocasiones, entre idas y venidas de delirios agónicos.

Probablemente habían transcurrido horas intentando conseguir el valor suficiente para dejarle atrás; minutos que avanzaron lentos y mortíferos en los que había intentado reunir el coraje para escapar, pero abandonarle era como cercenar una parte de mi propio cuerpo: como cortarme un brazo con un trozo de cristal por voluntad propia.

Él era, en todos los sentidos, el motivo por el que yo estaba ahí: viva y muerta al mismo tiempo. Y una parte asquerosa, nauseabunda y vengativa de mí, que hasta ahora no existía dentro de mí, sabía que jamás podría perdonarle: por haberme condenado, por haber manejado mi vida como un objeto sin valor y por haber creado la incógnita de lo que había sido real y lo que había sido un arrebato de pena hacia una muchacha débil y sin alternativas.

Al final, solo quedaba dolor. En su máxima expresión. En el punto más alto del umbral. Como si yo estuviera agonizando más de lo que lo había hecho él. Como si yo también me balanceara entre dos mundos antes de decantarme por uno.

Mi propio cuerpo perforado, de todas las maneras posibles, con tanta sangre que mi boca se había acostumbrado ya a su intenso sabor metálico. Era imposible discernir dónde empezaba la mía y dónde la suya, como si fueran la misma, como si ese muerto fuera yo.

Cada latido como un puñal: entrando rápido, con un sonido húmedo, hundiéndose la hoja tan profunda que reverberaba en lo más profundo de mi pecho, el filo retorciéndose como si alguien quisiera hincar y hacer palanca para arrancarme el corazón.

Los pulmones desinflados, plegados, incapaces de volver a llenarse. Ahogada en barro, en algo viscoso, en aguas frías y densas que me empujaban cada vez más hondo en un abismo pútrido.

Desgarro, quemazón, laceración, cualquier forma de mutilación, en cada rincón de mi piel, en cualquier espacio perdido en el interior de mi cabeza.

Tanto a la vez, tan sobrehumano e incapaz de ser controlado, que al final no quedaba nada. Se compensaba, se anulaba, como fuerzas físicas en la misma dirección, pero en distinto sentido.

¿Cómo iba a enfrentarme al momento de contar la verdad?: mirar a Rona y Shiloh a los ojos y decirles que su amigo había muerto mientras yo lo sostenía en sus últimos minutos. Me sentía como si yo misma lo hubiera asesinado, como si tuviera que acabar con ellos dos también.

Por fin, lo conseguí.

Levantar a vista hacia la plena oscuridad fue tan doloroso como si alguien me hubiera perforado los ojos con clavos oxidados. Me incliné, dejando la cabeza del muchacho sobre el suelo con delicadeza, como si todavía pudiera sentir algo, y cuando mis dedos temblorosos se separaron de su piel helada, sentí el golpazo de la realidad y el mordisco de un escalofrío en la columna.

Me levanté, padeciendo destellos de electricidad en los músculos, luchando contra las rodillas que parecían estar a punto de romperse. Me apoyé contra roca y barro de la pared y permanecí de ese modo un tiempo que no me molesté en calcular.

Después, funcioné como un robot tambaleante al que le habían cortado los principales circuitos.

Busqué entre el amasijo de telas ensangrentadas, pero nuestros captores no habían dejado nada de las armas y radios que habíamos traído con nosotros. Un gruñido de exasperación se me escapó de entre los labios.

Sin métodos de comunicación, nada con lo que defenderme y encerrada en la madriguera del lobo, sólo quedaba una opción: la que desde un primer instante había sido nuestra ruta de escape.

Mainland.Where stories live. Discover now