Capítulo 15

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"Una meta es un sueño con fecha de entrega."

Napoleón Hill

***

Cuando cerré lentamente la puerta tras de mí, adentrándome en aquella habitación oscura, fría e impersonal, la insensibilidad que me había dominado durante horas fue dejando atrás mi cuerpo. Como una anestesia que poco a poco abandona al moribundo y el mortecino dolor se abre paso a dentelladas, como un animal rabioso y famélico, desgarrando los órganos y los huesos, arrasando con todo, incluso con el alma.

Con las piernas temblorosas, caí de rodillas, incapaz de sostenerme, y los ojos comenzaron a escocerme, como si en vez de lágrimas estuviera llorando un ácido que me derritiera las mejillas, abriendo surcos en la carne y mezclándose con mi sangre que comenzaba a bullir, dejando atrás el letargo.

Al principio quise controlarme, porque sabía que si estallaba de nuevo, al igual que lo había hecho horas atrás, no haría otra cosa durante la noche a parte de manifestar aquel dolor que me consumía por dentro. Al final, incapaz de detener aquel daño irracional e inhumano, clavé los dedos en el suelo y me arrastré como pude hasta la cama, incrustándome las pequeñas piedras en las manos, y ahogué en la almohada todos mis gritos. Vertí entre las mantas toda aquella frustración que sentía, vertí toda la esencia de mí, vertí hasta el último rastro de mis ganas de continuar respirando. Me deshice entera en llantos intentando autodestruirme, como si de ese modo pudiera desaparecer y hacer huir de mis entrañas aquel infierno que ardía, que me consumía, que me reducía a cenizas. Me deshice en llantos por rabia, por pena, por impotencia.

Voces desgarradoras que me hicieron trizas las vísceras y la garganta. Más que eso, me hicieron trizas a mí misma. Hicieron trizas a Lizzé, porque por unas horas dejé de verme como yo misma. Por un momento fui una carcasa que se estaba quedando vacía, rezumando sentimientos y emociones, expulsándolos de ella.

Lloré hasta que me quedé seca y hueca, como a un animal al que lo vacían por dentro para disecarlo, y por fin, cuando ya no quedaba nada más por lo que llorar, volví a dejar de sentir de nuevo. Pero aquella noche no dormí a pesar del cansancio, mis ojos se quedaron clavados en el techo, sin pensar, sin nada que invadiera mi mente ya.

Y a pesar de todo decidí que quería seguir viva.

Durante los siguientes días entrené hasta que, ahora que ya estaba acostumbrada al ejercicio, volví a sentir punzantes molestias incluso en los músculos ocultos en los recovecos del organismo. Tanto a Zay como a Shiloh pareció gustarles que incluso cuando estaba tumbada en el suelo, con las piernas temblorosas y el pecho dolorido por la respiración agitada, aún quisiera seguir en pie y volver a intentarlo una y otra vez. Rona se limitó a mirarme en silencio, pero con desconfianza. Shiloh se empeñaba cada vez más en ser un buen maestro, lo que hacía que cada encuentro fuera más difícil que el anterior. La situación se volvió todavía más seria la primera vez que me hizo sostener una pesada vara a modo de espada y defenderme con ella como si mi vida dependiera de aquel instante. No tuvo piedad contra mí e incluso varias veces sentí que las costillas se me partirían debido a los golpes, pero aún con el cuerpo lleno de moretones y los huesos hechos pedazos, continué luchando contra él.

- ¿Necesitas ayuda con algo? - La voz me sorprendió más por el significado de sus palabras que por el hecho de haber roto un silencio enfermizo propio de un cementerio abandonado. Me di la vuelta para observar a Shiloh justo al mismo tiempo que escasas pero grandes gotas comenzaban a golpear el techo sobre nuestras cabezas. Las sombras fantasmagóricas acentuaban y transformaban muchas de sus facciones: la barba de pocos días, parecía ahora más espesa entre la oscuridad, los ojos marrones se tornaron más negros y fríos aún, casi como los de Zay, y su cuerpo semejaba más imponente enmarcado por luces y sombras.

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