Capítulo 32

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Corrí a través de los pasadizos impulsando mi cuerpo lo más rápido que mis piernas me permitieron, subiendo escaleras, derrapando en los cruces y tomando los pocos caminos que me resultaban familiares.

A medida que me alejaba del caos de aquella sala, el eco de mis pies contra el suelo fue lo único que pude escuchar durante un par de minutos. Nadie se había dado cuenta todavía de la dirección que había tomado, o quizás estaban demasiado ocupados matándose entre ellos: los que estaban a favor del liderazgo de Zay contra los que preferían la regencia de Rona.

Era la única en los pasillos, todo el mundo se había congregado en la amplia sala que ya había dejado atrás para recibir las noticias de la batalla, fueran o no guerreros. Los pocos que no habían asistido, probablemente estaban dormidos todavía. El sol apenas había salido en el exterior.

Rona había dado orden de capturarme.

Pero me había advertido unos momentos antes, lo había leído en un leve movimiento de sus labios. Supongo.

Me había dado esa valiosa ventaja y yo la aproveché acelerando hasta que el pecho me estalló, hasta que mis pulmones fueron un montón de cenizas incandescentes remanentes de la explosión, y aún así avancé todavía más y más rápido, hasta que las toscas bombillas y velas del pasillo fueron sólo manchas naranjas que se sucedían formando casi una línea continua.

¿Rona nos había traicionado? ¿Le había arrebatado el puesto a Zay? ¿Me había pedido realmente que huyera o me lo había imaginado?

Estaba confusa y llena de rabia, y esa frustración me dio más fuerzas para continuar adelante.

Más allá del martilleo de mi corazón, los gritos de un par de personas sonaban bastante cerca.

Prácticamente me estampé contra la pared cuando frené en seco al encontrar lo que estaba buscando: en la zona de los ascensores, en la que sólo estaba presente uno de los dos trabajadores habituales.

Las paredes de la familiar sala estaban repletas de poleas, cuerdas, hierros, tablas y distintos mecanismos cuya función era elevar la cabina, en posición central.

El hombre presente tenía el pelo claro muy corto y barba incipiente. La sucia camiseta de manga corta que vestía dejaba ver unos fuertes brazos surcados de gruesas venas y cicatrices, sus manos, a pesar de estar vendadas, estaban plagadas de cortes recientes y callos debido al trabajo. Era grande y fuerte como un armario.

En sus ojos no había pizca de sospecha.

– Súbeme. – Le pedí, jadeando, con el hilo de voz que me quedaba. Ojeé por encima de mi hombro para ver cómo de cerca estaban aquellos que me perseguían. Él imitó mi gesto y quedaron a la vista unas pústulas escarlata que comenzaban en lo alto de su nuca, detrás de las orejas, y continuaban más allá del cuello de su camisa.

Frunció el ceño, confuso.

– No se puede salir, la lluvia negra ha comenzado. – Su voz era una de las más graves que había oído nunca.

– ¿Qué? ¡Me da igual, súbeme! ¡Ya! – Chillé. La multitud que había conseguido despistar anteriormente estaba ya a la vuelta de la esquina.

– El toque de queda... – Sus palabras se quebraron en un grito agónico cuando le asesté una patada en el pecho y su espalda colisionó dolorosamente contra una maraña de barrotes. La sangre salió a chorro de las pústulas y embadurnó su ropa. El hombre gimió y se tambaleó, se desplomó en el suelo debido al dolor insoportable. Sus ojos marrones me miraron llenos de reconocimiento y agonía.

Me aferré al amasijo de tubos entrelazados que constituían la verja de seguridad del ascensor y escalé hasta lo alto del receptáculo. Cogí carrerilla en el reducido espacio, clavé los pies en el límite del techo de la cabina y salté tan alto como pude, encaramándome entre el sistema de poleas que constituían aquel mecanismo de elevación.

Mainland.Where stories live. Discover now