Capítulo 33

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Sujeté los puñales con fuerza, colocándolos delante de mí. Di un par de pasos lentos y me preparé para la pelea.

Las gotas de barro y cenizas estaban ya empezando a filtrarse a través de mi ropa.

La figura encapuchada estaba poniéndose en pie despacio, adolorida y agotada por el esfuerzo de la escalada.

Eché a correr y embestí al oponente justo cuando estaba recto del todo. El impacto contra el cuerpo rígido me agitó los huesos exhaustos. A pesar de pillarlo por sorpresa, consiguió esquivar los cuchillos dirigidos hacia su carne. Trastabillamos y ambos caímos al suelo. Me coloqué a horcajadas sobre la persona y la aprisioné con las piernas. Alcé el brazo, daga en mano, e hice un arco descendente hacia su corazón. Esta vez no estaba dispuesta a fallar. Unos dedos enguantados se aferraron a mi muñeca, me la dobló peligrosamente hacia la derecha y se me escapó un quejido. Recibí un golpe en las costillas y caí al suelo de costado.

– ¡Eh, eh, quieta! – La persona se colocó encima de mí y me sujetó las manos a ambos lados de la cabeza. Forcejeé, pero el agarre se hizo todavía más fuerte. – ¡Lizzé, soy yo!

Me quedé quieta al reconocer la voz, incrédula.

– Soy yo, ¿vale?. Tranquila. – Shiloh dejó de sujetarme y se separó lentamente de mí, con sus ojos castaños mirándome con duda, como si temiera que en cualquier momento pudiera volver a intentar apuñalarlo. Se apartó ligeramente la tela de su rostro para que pudiera asegurarme de su identidad. – ¿Estás bien?

Se levantó y me ofreció la mano, la tomé y me ayudó a estar recta de nuevo.

Respiré hondo y traté de tranquilizar mi agitado corazón. Tenía los nervios a flor de piel y la adrenalina burbujeando en mis venas.

Casi había acuchillado a Shiloh, y eso hizo que me agitara todavía un poco más.

Llevaba puesto un chubasquero con capucha por el que las gotas discurrían sin llegar a penetrar en el tejido. Además, el interior de la prenda estaba forrada por lo que parecía ser la cálida piel de un animal. En el amasijo de abrigo y jerséis entreví la empuñadura de su espada. A espaldas cargaba una amplia mochila.

– Sí, sí. – Suspiré y miré a mi alrededor, intranquila por si alguien nos había seguido y estaba aguardando el mejor momento para atacar. – Lo siento mucho. – Dije, guardándome los puñales en las botas e intentando sacarle importancia al asunto. – Tenemos que irnos de aquí. – Él me miró con un brillo extraño en los ojos que no fui capaz de descifrar porque desapareció demasiado rápido. Quizás fue orgullo, pero descarté la posibilidad automáticamente.

Él ignoró lo que había pasado unos segundos atrás, lo cual agradecí, se caló bien la capucha y asintió.

Corrimos por el bosque durante unos minutos que parecieron millones de años. La luvia negra me aguijoneaba la cara a pesar de que trataba de cubrírmela haciendo visera con los brazos. El agua se filtró a través de mis vaqueros y me empapó las piernas. Sin embargo, llevaba puestos tantos jerséis y abrigos que, afortunadamente, todavía tenía la parte superior de mi cuerpo intacta.

Avanzamos rápidamente entre maleza, árboles y ruinas de antiguas viviendas. Ahora todo estaba embarrado y lleno de suciedad. El mundo había dejado de ser verde tóxico para teñirse de negro letal.

Las nubes opacas continuaban retorciéndose en el cielo. Los rayos convertían el lugar en una escena de blanco y negro. Los truenos se incrementaban y la tormenta nos azotaba con más fiereza a cada momento.

De repente, cuando vi lo que estaba buscando, detuve a Shiloh agarrándolo por el hombro.

– El garaje. – Señalé el lugar en el que tantas horas habíamos pasado Zay, Rona, él y yo, planeando cada movimiento de la guerra que estaba a punto de desencadenarse.

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