Capítulo 37

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La parte débil de nuestro plan era la huida.

En otras circunstancias Peter y yo nos habríamos unido a la batalla nada más prender en llamas el ejército enemigo, pero ahora que él había sido desterrado y yo era la culpable de ello, unirse al pueblo enfurecido y armado era prácticamente un suicidio. De hecho, lo más probable es que muchos de los soldados se negaran a participar al percatarse de nuestra intromisión.

Cuando corríamos por el bosque otoñal con el corazón desbocado, escapábamos de ambos bandos. Cualquiera con el que nos encontráramos podría intentar acabar con nosotros.

Otro gran problema era que las entradas a nuestra comunidad era muy probable que estuvieran bien vigiladas por Xena y los suyos. Además, nuestro refugio en el garaje no contaba con lo que necesitábamos en ocasiones como aquella.

Al menos ya teníamos previsto un inconveniente como este.

El continuo impacto de nuestras botas contra el suelo apenas emitía un murmullo, puesto que las hojas en putrefacción funcionaban como una mullida moqueta. Los charcos resultantes de la lluvia negra explotaban en cientos de gotas cada vez que los pisábamos y el agua turbia nos manchaba ya hasta las rodillas. El veneno se filtró hasta nuestra piel y nos provocó picores que tratamos de ignorar.

Avanzamos en un trayecto sinuoso, esquivando árboles, grandes zarzales y escombros. Peter me sujetaba y trataba de hacerme caminar rápidamente a pesar de mis heridas. Sin embargo, cuando llevábamos demasiado tiempo moviéndonos a un ritmo desenfrenado, todas mis energías se volatilizaron y caí como un peso muerto sobre el chico, que perdió el equilibro, trastabilló, y aterrizamos sobre un montón de helechos.

–¡Lizzy! – Me acomodó boca arriba y retiró de mi frente sudorosa los mechones marrones que se habían quedado adheridos.

El frío que me atenazaba manos y pies se propagó por mi cuerpo como una corriente eléctrica arrolladora. Introduje mis dedos en el terreno húmedo como si anclarme a aquel lugar hiciera que el mundo dejara de girar como un colosal huracán.

–Vale, creo que es momento de verte esa herida. – A través de las rendijas de mis párpados vi que sus ondulaciones oscuras comenzaban a escapar de la capucha.

A pesar de las dos grandes espadas que siempre portaba cruzadas en su espalda, cogió el puñal de mi bota para rasgar la tela de mi brazo. La prenda estaba completamente empapada en sangre, tiñéndola de negro, y cuando la despegó de la carne abierta, un gruñido surgió de lo más hondo de mi pecho.

–Mierda. – Dijo, frunciendo el ceño en una señal de desaprobación. – Estás perdiendo más sangre de la que creía. Es profunda, quizás te haya rozado el hueso.

–Haz un torniquete. Tenemos que continuar. – Murmuré, sin apenas fuerzas para hablar.

Escuché con atención, tratando de percibir algún extraño a nuestro alrededor, pero el estruendo de la batalla había quedado atrás hacía mucho. Después de media hora de carrera, lo único que se percibía en aquel salvaje bosque era la vegetación agitada por la suave brisa de la tarde y nuestras respiraciones alteradas.

–Seré lo más rápido que pueda. – Peter me miró con temor, posiblemente porque sabía que lo que iba a hacer me dolería mucho más que el flechazo.

Se sacó los guantes para mejorar la movilidad de sus manos y rasgó tres trozos limpios de su propia capa negra: el primero lo introdujo dentro de mi boca. El segundo lo utilizó para cortar el flujo de sangre a la herida con una atadura que apretó con un veloz tirón. El tuétano de mi esqueleto vibró y me hubiera cercenado la lengua si el tejido no lo hubiera impedido. El tercer trozo, más pequeño que el resto, lo incrustó en el interior del agujero para taponar el corte. Chillé hasta que las cuerdas vocales estuvieron en carne viva, apreté las muelas hasta que la mandíbula estuvo a punto de partirse en dos, vi el cielo azul girar con destellos blancos y amarillos que me cegaron.

Mainland.Where stories live. Discover now