Capítulo 36

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Tambores y gritos de guerra resonaban en el campo de batalla. El rugido metálico y ensordecedor de los coches casi hacía desaparecer el bullicio del ejército. Sin embargo, por encima de esta cacofonía, se escuchaba el pálpito desenfrenado de mi propio corazón. El vaivén del vehículo me revolvía el estómago y las espadas empuñadas hacia delante me contraían la garganta dolorosamente.

Las manos sudorosas estaban a punto de hacerme perder el control del volante.

Con cada respiración se recortaba más la distancia que me separaba de las tropas.

Solo podía intuir algunos ojos y manos entre el caos de telas, armaduras y centellantes armas. Las miradas enemigas eran tan afiladas que podrían acabar de romper el ya resquebrajado parabrisas.

Las banderas enemigas danzaban al viento como una amenaza: la carne blanca y muerta manchada de sangre seca. La piel blanca y la cabellera roja de Xena.

Entre el rebumbio que me aturdía la mente, la radio que en algún momento se había caído cerca de los pedales, emitió sonidos entrecortados que algunos vocablos que no llegué a comprender.

Los metros que restaban entre el pelotón y yo eran cada vez menos, pero los enemigos seguían sin retroceder ante la amenaza del impacto. Coloqué la última marcha y pisé el acelerador a fondo, forzando la ranchera negra y oxidada al máximo.

Chirrió, traqueteó, y el cuentakilómetros subió de los noventa incluso en aquel campo húmedo de hierba y tierra.

Continué adelante unos minutos más, y cuando apenas existían unos veinte metros para la colisión, giré el volante y tiré del freno de mano. Derrapé y el coche quedó de perfil a la pared humana.

Los gritos de euforia y sed de sangre me golpearon con fuerza, como si creyeran que en el último momento aquella bestia metálica hubiera colapsado o yo me hubiera rendido. Se abalanzaron hacia la victoria.

Arranqué de nuevo y se escuchó un estruendo desde el interior del motor. Conduje en diagonal con respecto a aquel muro de carne y hueso tratando de mantener las distancias, sobre todo con aquellas grandes bestias que relinchaban y aguijoneaban el terreno con sus fuertes patas.

El comunicador volvió a emitir interferencias, pero el artefacto estaba perdido bajo el asiento y escapaba al alcance de mi mano. Sin embargo, en esta ocasión escuché parte de la conversación.

–¡Coche! – La voz de Shiloh se cortó. – ¡El coche!

Miré a lo lejos, allí donde Zay conducía en diagonal con dirección al punto de partida con una inmensa multitud siguiéndole el rastro muy de cerca. Su vehículo rojo avanzaba rápidamente sin ningún tipo de daño aparente. Fue entonces cuando clavé la vista en el retrovisor, y donde esperaba encontrar la misma conglomeración que lo perseguía a él, me topé con un humo negro y denso que nublaba todo lo que quedaba tras de mí.

Recordé los bidones de combustible que cargaba en el maletero y sentí su presencia como si yo misma los llevara a hombros.

Enderecé el automóvil para acortar la distancia al punto de reencuentro.

–Joder. – Se me escapó entre dientes al ver que el indicador de la temperatura del motor subía de los noventa grados.

Si aceleraba demasiado saldría volando por los aires. Si iba despacio acabaría cruzada de lado a lado por una hoja de acero.

Pisé a fondo el acelerador y traté de poner la ranchea al máximo de nuevo. El estruendo emitido superó a todo lo que había escuchado anteriormente, pero el impulso me pegó la espalda contra el asiento y las ruedas giraron con fuerza.

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