01

8K 618 445
                                    

Cambios.

Ámbar.

Llegar a casa se siente como suspiro de aliento después de correr una maratón. Aquí hay paz, no hay cámaras ni personas moviéndose de un lado a otro. No hay documentos que firmar, ni voces hablando, exigiendo y gritando al mismo tiempo.

No hay exesposos inestables que te besan, toquetean, y luego te tratan como sí no existieras.

Eso es lo que más agradezco.

Salgo del auto algo molesta y después de ver a través del espejo retrovisor, la verja cerrarse completamente. Miro mi reloj antes de tomar mi bolso y salir del interior del auto.

Son casi las cuatro de la tarde, por lo que al entrar a casa, esta me recibe en penumbras. Dentro no se oye ni siquiera el aleteo de un insecto sobrevolar. Después del accidente y el coma, estos silencios son placeres casi extintos que mi cabeza sensible al ruido, agradece en sobremanera.

Por lo que disfrutarlos es esencial. Son pocas, por no decir que nulas, las veces que puedo encontrarme entre tanto silencio; sí no es el trabajo, es Damián peleando, reclamando y exigiendo, y sí no es él, su hija está para suplantarlo.

Esa niña con el pasar de los días se parece más a su padre, refiriéndonos estrictamente a la actitud y personalidad, ya qué físicamente es una mini copia mía, a excepción del color de sus ojos.

Es como un Damián en el cuerpo de una mini Ámbar.

Río ante eso, iniciando mi ascenso por las escaleras hacia el segundo piso de la casa. El lugar está pulcramente ordenado, y atribuyo la limpieza a la empleada, que por supuesto, no se encuentra.

Entro a mi habitación, dejando el bolso de lado y quitándome la ropa sin dejar de caminar hasta adentrarme al baño. Dejo las prendas en el cesto y sin más me adentro a la ducha, lavo mi cabello. Y antes de los quince minutos salgo en dirección al armario, dónde me visto con ropa cómoda, antes de volver a salir de casa.

A mi frente la casa de Tristán se alza, y al lado de ella la de Amelie. Hace poco más de siete meses, ella y Hans decidieron dejar el penthouse y venirse a vivir aquí.

Cruzo la calle tranquilamente, disfrutando de cada paso, del calor del sol sobre mi piel y la alegría que me inunda el pecho ante la ansiedad que me provoca el saber que veré a Mía después de tres días.

En el último año me he visto a mí misma crecer de todas las maneras posibles; como mujer, como madre, laborar y sobre todo, personalmente. Separarme me costó, había vivido tanto tiempo ligada a él que sentía que firmar el divorcio sería como dejar atrás un gran pedazo de mi vida.

Y efectivamente lo fué, dejé atrás un matrimonio, una hogar, un amor. Me esforcé por curar del todo las heridas que había dejado que me hiciera, luché para sacar de mi interior cualquier atisbo de rencor u odio.

Lo logré.

La tranquilidad que este último año nos había dado, nos ayudó mucho a ambos. A mí a volverlo a ver sin mirar en él al hombre que conducía el camión aquella madrugada, a sonreírle de forma genuina, a verlo no más que como el hombre que a su manera me había hecho feliz, al que me dió lo más significativo y bonito de mi vida, al que me amó y amé como no volveré a amar a nadie más.

Con ese Damián decidí quedarme. Con lo bonito y bueno que viví a su lado decidí quedarme.

Damián por otro lado, aprendió a aceptar, a escuchar. Entendió que no podía regir sobre el resto como sí fuera un Dios, que en ocasiones nada sería como quisiera, y que debía aceptar eso y no obligar a que las cosas fueran como quisiera. Seguía siendo un testarudo, un maniático controlador, la persona que creía que lo suyo siempre sería suyo, pero sin duda sus niveles han bajado.

Mil razones Donde viven las historias. Descúbrelo ahora