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Damián.

«Mía. Mía. Mía»

Repite mi mente mientras mi índice casi taladra la mesa frente a mí. «Mía. Mía. Mía» continúo mientras los latidos feroces contra mi pecho resienten la traición. Mis ojos están sobre la superficie blanca de la mesa, en el lugar reina el silencio y la rabia no me permite respirar con normalidad.

«Mía. Mía. Mía» reitero el nombre de lo único verdadero que tengo. El único ser que no me ha traicionado ni lo hará jamás.

Siento en el estómago un hueco profundo. La sangre me hierve y centro la mente en el nombre de mi hija porqué realmente no me gusta lo que miro cuando la desocupo.

Christopher solía decir qué sólo los hijos y padres sabían amar. Qué sólo ellos sabían de lealtad y el significado de dar ciegamente la vida suya por otra. No se equivocó; nunca lo hizo.

«Le hubiese agradado su nieta» A Ámbar la hubiese matado, al saber quién era, y juro que yo estando como estoy, le hubiese aplaudido la osadía que después hubiésemos celebrado en familia.

Quizás fué mi culpa por creerla superior al resto cuando no es más que otra maldita idiota qué lo único bueno que ha hecho es darme una hija.

No es nadie ahora.

Claro me lo dejó; yo no pinto nada dentro de la miserable vida que quiere ahora.

«Quiero ser la mujer de otro»

La voz retumba en mi cerebro y el dedo que taladra la mesa se vuelve un puño que como roca dejo sobre la misma. Sin moverla, reparando en el silencioso lugar los nudillos blanquecinos mientras mi mente se encarga de llenar el silencio que me sume en el exterior.

Un maldito soy desde que me conoce. Sabe lo que soy, como soy y lo que puedo llegar a ser; mi actitud de mierda no fué, tampoco es ni será nunca una excusa completa para alegar que conmigo no se encuentra a gusto.

Es una maldita.

Eso es todo.

Una maldita malagradecida porqué por más hijo de puta que he sido, y por más veces que me ha tratado como ha querido, nunca la dejé sola. Muchísimo menos cuando sabía que entonces me necesitaba como nunca antes.

Sufrí con ella cada segundo de su coma, todas las veces que necesitó de mí, incluso cuando era yo quien le ocasionaba algún mal. Estaba allí, dispuesto a pedir disculpas con tal de disminuirle el dolor.

Y todo. Cada cosa qué le hice la pagué. Yo no quería ocasionar aquel accidente, sin embargo, admito mi culpa y así mismo, mi deuda saldada al buscar su bienestar aún cuando no me causaba más que fastidio por ser la huérfana sin familia a la que le arrebaté la familia. La secuestré, sí. Estuvo mal, lo sé ahora. Pero no fuí del todo malo con ella; la tuve, pero le saco los ojos sí dice que durante ese tiempo se le hizo algún daño o no estuvo cómoda después.

No mencioné lo de su familia porqué sabía qué le haría daño, habíamos avanzado mucho y ambos éramos felices con lo que teníamos el uno con el otro ¿Que sentido tenía dañar todo por una verdad que sólo abriría con más dolor heridas del pasado?

Soy un hijo de puta, no lo voy a negar nunca.

Pero con ella y aún siendo de malas maneras, me esforcé por no hacerle daño. Por evitarle sufrimiento, por hacerla feliz en la medida de lo posible.

Pero nada basta con personas que no saben priorizar, con las qué no pueden ni siquiera sopesar lo que significa lealtad. Con las que se rinden y quedan en el primer punto de control al ver que la carrera sigue, es larga y tormentosa.

Mil razones Donde viven las historias. Descúbrelo ahora