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Nada después de todo.

Ámbar.

Nunca antes había sentido que el tiempo pasaba tan malditamente lento, y es que las horas en este lugar parecen días enteros, mucho más cuando nos mantienen aislados en un sólo lugar, permitiéndole a una sola persona acompañarle en cada evaluación.

Respiro ruidosamente rascándome la piel del brazo con la ansiedad que ya empieza a asfixiarme. Maniobro la máquina de café de la sala de espera en la que estamos, y los dedos los tengo temblorosos, ni siquiera sé porqué exactamente, ya que me he obligado a conservar totalmente la calma.

Mi reloj marca las siete y diez de la noche, y en las últimas horas nos hemos movido de sala cuatro veces aproximadamente. Siento que la ansiedad terminará haciéndome explotar en un ataque de pánico de esos que hace tiempo no tengo... Quizás no sea de pánico exactamente, síno de ira, esa misma que me tiene presa todas las emociones desde que al salir del edificio con Damián, ya Violet estaba en auto con Hansel y Mía.

«Es su doctora, lleva de cerca el caso» me susurró Hansel y no me quedo otra que tragarme todo y subir al auto ignorando a la doctora, que por su profesión era la mejor opción como compañía para el imbécil que me ignoro desde que salimos del penthouse.

Suelto aire por la nariz, cojo los dos vasos de café y me aproximo al lugar dónde yace Hansel sentado. Mía se ha quedado dormida del aburrimiento, y su cabeza descansa sobre el regazo del pelinegro que le acaricia el cabello, y el resto de su cuerpo yace sobre los asientos continuos.

—Ten.—hablo tendiéndole el vaso. Mi voz lo espabila y hace que levante la cabeza de la cabecera de la silla.

Coje lo que le ofrezco, agradeciendo en voz baja. Por mi parte sólo asiento antes de tomar asiento a su lado.

Doy el primer sorbo y él también, saboreo, bebo, intento relajarme y con el segundo él se vuelve a llevar el vaso a los labios también.

—Me parece que a ustedes les gusta hacerse la vida difícil.—susurra cuando mis cejas fruncidas se ponen sobre él con el extraño comportamiento.

No me mira, habla con la vista perdida y la acusación carente de malicia me obliga a mirar a otro lado también.

—No se trata de eso.—intento defenderme sabiendo muy bien a qué se refiere.—Y lo sabes, Hans...

—Sé que te ama. Qué lo amas.—afirma interrumpiendome.—Sé que las peleas, el mal sentir de ambos, y el rechazo de él por quererse curar, desaparecería sí por una vez deciden continuar como sí nada.

Sonrío triste y niego. No lo juzgo porqué únicamente le falta el lazo sanguíneo para titularse hermano de Damián al cien por ciento. No lo juzgo porqué sé que habla desde el desespero, porqué sé que lo ama, qué lo quiere bien, y que de las pocas personas capaces de amar a ese ser sin restricción alguna, él es uno de los únicos.

Busca soluciones desesperadas, decidido a ignorar la raíz ingerta del problema.

Y yo también lo amo. Realmente adoro a Damián Webster, por más basura que sea, lo quiero muchísimo, y quizás sea esa la razón más resaltante para odiar mi lado masoquista. No obstante, yo ya no estoy dispuesta a olvidar; a saberme una tonta capaz de esperar su tiempo, cuando él rechazo el mío. Una que se obligue a olvidar que aún con tantos años él se niegue a verme como lo que soy, y es una mujer capaz de lidiar con sus propias decisiones, dolores o emociones.

Temo a qué sí acepto y de nuevo y como siempre doy el todo por el todo con él, a la mañana siguiente surja algo que le haga darme un bofetada emocional y nuevamente me deje en el pozo más hondo que encuentre. Temo a que la próxima no pueda soportarla, y realmente todo termine mal.

Mil razones Donde viven las historias. Descúbrelo ahora