Prólogo II

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El cuarto se había llenado de gritos ahogados. La mujer en la cama permanecía sudorosa, con los ojos aguados y la sensación de ser desgarrada por completo.

Lloraba y le sujetaba la mano a su madre con fuerza, sientiendo por un momento que ya no podía más.

—Sabemos que es tu primera vez. Tú puja, todo saldrá bien. Te lo prometo—habló la doctora entre sus piernas.

La mujer de mediana edad se encontraba hiperventilada, al borde de la desesperación por no saber que hacer para que su hija ya no sufriera de aquella manera. Llevaba más de doce horas en trabajo de parto, pero nada ocurría aún.

—Tú puedes, May. Vamos mi niña, puja—pidió dulcemente acariciando sus cabellos castaños.

Los dos ángeles permanecían en un rincón de la habitación, observando todo.

—Sobrevivirá, ¿no es así?—consultó el ojiazul a su compañero, que miraba con pena a la mujer sobre la cama; él, como toda respuesta, negó—. Pero... Debemos ayudarla, al menos aliviarla un poco. No tiene que irse así...

—No. Sabes que no podemos interferir—habló tajante, comenzando a removerse en su lugar.

La mujer gritó, pujando una vez más. La doctora le indicó que siguiera, que ya podía ver al bebé.

—Samuel...—intentó convencerlo, pero los grandes ojos grises lo cortaron al instante, demostrando que no podría hacer excepciones—. Pobre—habló después de un rato, sintiéndose mal.

Habían presenciado el nacimiento del futuro soberano del inframundo. Un fétido aroma inundaba el lugar y el cielo se encontraba oscurecido, con tintes bordó asomándose entre las nubes.

—Realmente. Una mujer tan religiosa como ella elegida para llevar a un ser como él en sus entrañas—meneó la cabeza en desacuerdo, causando que largos rizos negros se movieran.

—¿Irá con él, o la llevaremos con nosotros?—preguntó, observando a la difunta May de pie junto a su cuerpo, con lágrimas en los ojos.

—No la reclamó. Y ella no hizo nada malo. Esto estaba escrito, Ezra . No podíamos hacer nada —el pelinegro emprendió viaje hasta la castaña, tomando su mano y sonriendo con tristeza—. Todo estará bien ahora. Puedes despedirte de ellos y te llevaré conmigo.

—¿Donde?—preguntó ella, en estado de shock. Su espíritu lucía radiante, puro.

—Al cielo.

Asintió y posó su mano pálida en el hombro de la que una vez fue su madre. La mujer cargaba en brazos al pequeño bulto rizado, con lágrimas secas en las mejillas lo arrullaba. Se inclinó hasta rozar su oído y susurró algo allí. April sonrió sintiendo que cada vello de su cuerpo se erizaba.

—¿May?—habló al aire—. Hija... Prometo que cuidaré de él. Perdón por todo, querida mía... Te amo. Siempre lo haré—prometió entre sollozos.

—¿Estás lista?—preguntó Samuel llegando donde ella, y con una sonrisa le tomó la mano—. No te quedes mucho tiempo—advirtió al ojiazul y este asintió.

Cuando el ángel se marchó, pudo presenciar la forma en la que se llevaron el cuerpo de May de la habitación, y como su madre se retiraba por un momento para llenar formularios.

May Johnson, aquella castaña de ojos verdes que había sido instrumento del mismísimo Diablo para traer al mundo a su hijo; quién había sido abusada por él en su forma humana, siendo vírgen aún. Quién, por culpa de la profecía, debía de morir para fortalecer al pequeño anticristo.

El llanto del pequeño lo sacó de su ensimismamiento. No podía tenerle miedo a un niño recién nacido, pero sabía que crecería, y sabía cuál era su misión desde hacía décadas...

Debía de persuadirlo. Tendría que usar todo su arsenal contra él para que no llevara a cabo la liberación del infierno en la tierra. Para que no siguiera corrompiendo el alma de los mortales, preparandolos para la catastrofe total.

Cansado de aquel ruido, y movido por todas aquellas nuevas emociones, se inclinó sobre la cuna.

Mantas azules cubrían su cuerpo. Perfectos rizos rubios en su cabeza y piel de porcelana, suave y pálida. El niño lo miró a los ojos, con esas grandes orbes grisáceas que tenía. Pronto serán verdes pensó, deteniéndose en la mancha oscura que tenía en una de ellas.

No pudo evitar enternecerse. Era maldad pura y concentrada, pero no dejaba de ser un bebé. Un simple peón en el juego que alguien más importante que él había creado.

—Con que Demian, ¿eh?—habló en un susurro, acercándose a su rostro—. No parece un nombre muy amenazante para alguien que debe de hacer tantas maldades—acarició su mejilla con el dedo índice, sintiéndolo acunarse contra él.

No temerán a tu nombre, pero si a ti. Lo harán si no puedo cumplir mi misión.

—Debo irme—informó, aunque se sintió estúpido por hablar con un recién nacido. Lo oyó lloriquear apenas dejó de tocar su piel; se sentía caliente, demasiado, y sus labios llenos se curvaban demostrando cuan triste se sentía con aquello—. Shh, no llores. No hace falta llorar—acarició con delicadeza sus ricitos, sonriéndole—. Quieras o no, siempre estaré cerca. Aunque no me veas, y aunque ello no haga feliz a Samuel y a Tristán. Voy a permanecer muy cerca de ti, y te voy a cuidar, incluso de ti mismo, Demian—prometió. El niño dejó de llorar, sintiéndose reconfortado por la voz del mayor—. No voy a dejar que lastimes a nadie. Quizás un día tú puedas cuidar de mí. Pero por ahora, debo de irme, y tú debes crecer—cuando se durmió, al fin se alejó por completo.

Una vez más se sentía vacío, y sus dedos quemaban por la falta de tacto con la piel del infante.

Respira. Es trabajo, Ezra. Este niño crecerá e intentará destruirte. Debes cuidarte. Debes cuidar a tus hermanos. Debes cumplir tu misión.

Pero nada sería tan fácil, absolutamente nada.

AntichristWhere stories live. Discover now