«vulgar»

318 52 20
                                    

El ojiazul se encontraba de pie junto al rubio, que ni siquiera lo miraba.

—¿No dijo donde iría?—preguntó por decimonovena vez, con las manos sujetando el mentón.

—No, no lo hizo, Tristán.

—Pero... ¿por qué no lo seguiste? No es algo bueno, herman... Si tanto insististe en cuidarlo no deberías de haberlo dejado solo.

—¡Ya basta!—pidió exhasperado, comenzando a caminar sobre el suelo de mármol blanco. Tiraba de su cabello con desesperación—. No necesito que sigas culpándome de todo, demasiado tengo conmigo mismo, con todo el peso que cargo desde hace años y ninguno de ustedes sabe.

—Te cubrí, y ahora anda suelto, con la cara manchada de sangre y, ¿qué? ¿enojado por lo de su abuela? ¿furioso por tener que vivir junto a su familia religiosa?

—No lo repetiré, Tristán—amenazó Ezra, deteniéndose a unos pasos de distancia. Lucía agotado y fuera de sus cabales—. No tengo porqué darte explicaciones a ti.

—A él no, pero a mi sí—habló el pelinegro adentrándose en el salón; grandes alas impolutas y entrecejo fruncido. Los ojos grises no transmitían emoción alguna, y eso hizo titubear a Ezra, que hasta hace unos segundos podría haberse defendido de su otro hermano a capa y espada—. ¿Qué fue lo que sucedió? ¿Por qué salieron sin decirme nada?—recriminó mirando al rubio, que mantenía la cabeza gacha—. Estoy muy decepcionado de ti, Tristán. Puedes marcharte ahora.

El rubio asintió y caminó a paso firme fuera de la habitación. Había obrado mal, y sabía que algo debería de hacer luego para compensarlo, pero ya nada tenía que ver con el asunto. Después de todo, ser niñera del anticristo no era su responsabilidad.

—No hace falta que digas nada. Solo dame un castigo y lo aceptaré—murmuró rendido, observando sus pies con amargura.

—Quiero entender qué es lo que suecede, qué es lo que tiene ese chico para que tú simplemente enloquezcas.

—Lo cuido, Samuel. A diferencia de ti, yo no puedo sentarme plácidamente y verlo hacer locuras, no puedo esperar el día en el que tenga que pelear con él por el resto—se atrevió a observarlo a los ojos, con una chispa especial.

—¿Sabes lo arriesgado que es lo que haces? No podemos cambiar la profecía, Ezra. Es lo que es. Demian es el anticristo, es un híbrido entre humano y demonio. Tú eres un ángel, y si sigues así, caerás, Él te dará vía libre para que golpees las puertas del innombrable y pidas clemencia. Y créeme, no la tendrá.

Tragó grueso y se sintió empequeñecer. Un ángel caído, como Lúcifer y sus demonios, todo por intentar ayudar a Demian, por quererlo como lo hacía... De verdad estaba arriesgando demasiado por él. Giró la cabeza y miró sus propias alas; puras, blancas, perfectas. Observó vagamente las plumas y recordó el día en el que le obsequió una al rizado cuando era niño, y como éste prometió cuidarla. Y por un momento, incluso con el temor de ser desterrado de su propio hogar, se preguntó si lo había hecho, si Harry aún la conservaba, después de tantos años.

—Esto no es un juego—habló nuevamente el mayor—. No puedes sacrificar el bienestar de millones de personas por un capricho.

Ezra rió sonoramente. Una carcajada estrepitosa que le rompió el pecho en dos. Un capricho, ojalá solo fuera eso.

—No lo entiendes, y no pretendo que lo hagas... Si es todo, esperaré por mi castigo en otro lugar. Debo irme.

—No lo buscarás, Ezra. Si lo haces yo mismo hablaré con Dios y le pediré que te retire de la misión. Ir a la tierra es un privilegio que se te otorgó, no un derecho—sonaba decidido a hacerlo.

Ezra lo miró una vez más con impotencia y simplemente se retiró. Había sido demasiado para un día. Había, en realidad, sido demasiado para diecisiete años.

† † †

Caminaba sin rumbo alguno, en busca de una víctima.

La voz no cesaba, era como estar dentro de un film de terror, en el cual lo único que puedes oír es la música siniestra antes de que todo explote. Y Demian se sentía como una maldita bomba que explotaría en cualquier momento, que destruiría todo a su paso.

En su mente un solo nombre aparecía: Jared Jhonson. Deseaba hacerle daño, oírlo pedir clemencia. Lo detestaba, a él y a todo lo que era. Detestaba a su hijo inválido, Tim, y al estúpido y engreído Simon.

Pero no podía hacerlo, no podía poner en juego su futuro.

Sintió la piel de su cuello quemar, y mientras apretaba los puños se paró en seco, en medio de la acera. Ya era muy entrada la noche, cerca de la madrugada. Un viento frío corría y le calaba los huesos, intentaba colarse en su alma a través de la fina tela roja, y si no hacía algo pronto, lo conseguiría.

Siempre le había gustado aquel pueblo porque era tranquilo y pequeño. Todos se conocían, y si fingías bien, podías hacer lo que quisieras. Cosas como conseguir una navaja, marihuana, alcohol o...

Vió a un hombre tirado en la acera continua. Las personas pasaban de él aunque les gritara profanidades.

Una ancha sonrisa se hizo presente en el rostro pálido del rizado, y por un instante, mientras movía sus labios sin prununciar sonido alguno, sus ojos se tornaron completamente negros.

El vagabundo que yacía apoyado en la pared con una botella de vino en la mano izquierda y un cigarro en la mano derecha se puso de pie, con el cuerpo rígido y una dolorosa expresión plasmada en el rostro.

—Salve Satán—murmuró. Barba larga y blanca, ropa harapienta y labios partidos—¡Salve Satán!—repitió, en tono mayor, llamando la atención de los transeuntes—. Salve Satán, dueño de mi alma. Salve su único hijo, que camina entre nosotros y muy pronto se revelará ante los ojos de los impíos. ¡Larga vida al anticristo!—fue lo último que pronunció con los ojos llenos de lágrimas y los espectadores pálidos de terror.

Lo próximo sucedió con rapidez. En un abrir y cerrar de ojos el vagabundo vaciaba la botella de vino tinto en su cuerpo y sacaba del bolsillo de su pantalón roído un encendedor.

Fuego. Gritos y horror. Alguien cerca de él le pidió que llamara a la policía o a los bomberos, a quién pudiera ayudar al hombre, pero Demian no fingió no entender lo que sucedía y se marchó por la misma acera con una sonrisa surcando sus labios, mostrando sus hoyuelos ensangrentados. Sintiéndose tranquilo, sin aquella molesta y pesada respiración en la nuca.

Tarareo una canción pensando que lo que más odiaba en todo el mundo no era a su tío, sino la vulgaridad de los humanos, su mundana hipocrecía y lo que representaban en el mundo.

Disfrutaría tanto acabar con todos. Acabar con lo vulgar.

Casi tanto como su padre había disfrutado aquel espectáculo, comprobando que con los estímulos correctos ni siquiera el ángel por el que el rizado tenía debilidad podía evitar que hiciera lo que él quisiera. Que fuera quien debía de ser.

Una era había terminado, y la que estaba a la vuelta de la esquina era simplemente horrorosa...

AntichristDonde viven las historias. Descúbrelo ahora