«feliz cumpleaños, Demian»

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La mujer permanecía con las orbes llenas de lágrimas, situada en un rincón de la cocina.

Fuera de la cabaña nevaba, y hacía demasiado frío. Dentro de ella era como estar en el infierno; solo podía sentirse acalorada y agobiaba, y sin importar que tan fuerte fuera el aroma a tabaco y café, la felicidad la inundaba por completo.

Frente a sí, con una taza de cerámica azul entre las manos se encontraba Demian, su nieto, aquel al que no veía hacía tres años.

Había sido duro para ella partir y no despedirse de él, tener aquel último recuerdo en el que simplemente daba un portazo y le decía que se fuera al infierno.

—Puedes mostrarte—habló el ángel a sus espaldas. Llevaban ya un par de minutos en aquella posición. Estáticos, sin siquiera pestañar, contemplando cada movimiento del rizado que leía el periódico despreocupado—. Puedes hablar con él. Estoy seguro que eso lo haría demasiado feliz...

April quería llorar, y creyó por un momento que podía hacerlo.

Acortó la distancia entre el que alguna vez fue el pequeño al que vió crecer, al que crío durante diecisiete años. Alargó una mano, con los deseos de acariciarle un mechón latentes en todo su ser. Pero no lo hizo, no pudo hacerlo al recordar quién era, todo lo que había hecho y aún peor... Siendo consciente de lo que haría. Llevó aquella mano a su pecho y se permitió sollozar en un murmuro.

Ezra se colocó nuevamente a sus espaldas, con su mano en el hombro de la mujer. Necesitaba reconfortarla, porque verdaderamente tenía esperanzas de que cambiara de opinión, de que pudiera persuadir al muchacho de su destino, que pudiera alejarlo de la jóven que durante tres años había lo había incitado a llevar a cabo actos demenciales, dolorosos e inhumanos.

—Él está bien. Está... Mucho más grande que la última vez que lo vi—habló con la voz quebrada, sin apartar la mirada de su piel pálida, de los brazos fuertes y desnudos. Lucía realmente distinto, con el cabello largo atado en una cola de caballo baja.

El ojiazul se limitó a asentir y tomó su mano. Un suave apretón y una pequeña sonrisa. Fue todo lo que ella necesitó.

—¿Puedes prometerme algo?—consultó la mujer, rodeando al menor que parecía ausente, con sus ojos cerrados y los dedos aferrados a la humeante taza—. Prométeme que lo cuidarás. Prométeme que pase lo que pase, estarás ahí para él...

Los labios del castaño formaron una floja mueca. Sus ojos viajaron hasta los pies del rizado. Se encontraba inmóvil, con su pecho subiendo y bajando lentamente, con cada músculo de su cuerpo relajado.

Demian podía olerlo, podía sentirlo. Sabía que estaba ahí, y disfrutaba aquella sensación de calma. La misma que se siente antes del final.

—Usted tiene que hablar con él. Quizás pueda...

—Yo ya no puedo hacer nada por él. Era mi pequeño, y ahora ya no lo es. Es un hombre. Él te escuchará, y tú lo protegerás, estoy segura de que será así porque siempre lo fue, ¿no? Desde pequeño, eras tú quién cuidaba de él. Cuando tenía fiebres altas, o se metía en problemas con otros niños, siempre estuviste ahí para él...

—April—la detuvo el ojiazul, sintiéndose incapaz de oír el resto—. Me fui durante mucho tiempo, y pasaron demasiadas cosas. No creo poder hacer nada para cuidarlo.

Ella terminó por depositar un beso en su coronilla y acercarse al ángel. Con cuidado tomó su mano y le sonrió.

—De todos modos, gracias.

Cuando iban a partir, por el rabillo vió al rizado observarlo con tristeza.

Y sabía que aquello le había hecho daño. Y que tendría que rendirle cuentas antes de que se acabara el día.

† † †

Llevaba horas fuera de la cabaña, tantas que parecían una eternidad. Una maldita eternidad en el Palacio de su padre, entre los gritos de agonía, las llamas que no tenían final y la sangre.

Unas horas antes de volver al bosque, alejados de los discípulos del anticristo y los fieles demonios de Lúcifer, Demian se encontraba bebiendo un líquido tibio y viscoso del cráneo resquebrajado de una vieja cabra. Era un ritual que su padre y él habían adquirido desde su cumpleaños número dieciocho, cuando, de una u otra manera todo cambió.

Siempre que regresaba a casa de aquel lugar, su espíritu se sentía aún más impío, más podrido. Y nada parecía mejorar esta vez, a excepción de que, después de mucho tiempo, se encontraba solo.

Gala era malvada. De verdad lo era, y eso a Demian le encantaba. Y también adoraba a su perro demoníaco, con aquella gran cabeza al revés, sus ojos eternamente rojos y colmillos afilados. Lo mejor de todo era que nadie podía verlo, nadie más que ellos dos, pero por las noches el pueblo entero se encerraba en su casa, aterrorizados por los aullidos de dolor de Nerón y el murmuro de sus cadenas contra el pavimento.

Ese era el juego favorito del ojiaverde. Había aprendido que hacer sufrir a sus víctimas le divertía mucho más incluso que comerse sus corazones, que ver sus vidas pasar frente a sus  ojos cuan peliculas mediocres. Y eran ellos quienes en las noches lo acompañaban, y la sensación de pesadez en su cuerpo que no lo abandonaba desde hacía tiempo, excepto cuando el ángel le acompañaba, incluso sin dejarse ver.

—Veinte años, ¿eh?—oyó la dulce voz en la esquina del cuarto, pero no apartó la mirada del espejo. Observaba con detenimiento el traje negro entallado, en busca de alguna gota de sangre, de cualquier imperfección.

—¿Aún me veo pequeño para tener veinte años?—recordó aquella primera vez en la que vió al ángel en el jardín de su casa, el día que cumplía apenas cinco años. Desvío su mirada del traje, viéndolo tras él, con sus blancas ropas y sus alas simplemente magníficas.

Era la primera vez que lo veía así, como un verdadero ser celestial. Se giró rápidamente, con los ojos bien abiertos y el ojiazul sonrió.

—En realidad... No. Te ves como todo un hombre—el rizado se acercaba a paso cauteloso, y lo rodeaba sin poder dejar de admirar sus alas. Alargó una mano hasta una de ellas y fijó su vista en él, que le autorizó a tocarlas.

Y ardía. Realmente ardía en aquel lugar, y pudo ver como una de las plumas se incendió entre sus largos dedos. Un quejido salió de sus labios y el menor retiró la mano inmediatamente.

—No puedo tocarlas sin hacerte daño, ¿no es así?—preguntó, viendo su entrecejo fruncido y colocó una mano en su mejilla, una que por el contrario resultaba reconfortante, y le recordaba tanto al calor que había sentido la primera vez que sus pieles habían entrado en contacto—. Lo siento, no es mi intención hacerte daño. Nunca fue mi intención, angel.

El ojiazul sintió su cuerpo estremecerse ante el apodo, aquel que pensó no volver a oír.

—Feliz cumpleaños, Demian—se limitó a musitar cuando el rizado apartó la mano de su rostro.

Depósito un beso cálido en su mejilla y bajo él pudo palpar un hoyuelo profundo formarse.

—Gracias por venir.

AntichristWhere stories live. Discover now