«reencuentro»

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El anciano canoso y jorobado caminaba de un lado a otro, con sus manos unidas a la altura del pecho, sintiendo un extraño pero acogedor fuego en la boca de su estómago.

Los ojos rojizos de la mujer lo habían desarmado por completo una semana atrás, y antes de entrar en las catacumbas, al observar la luna llena y carmesí, sonrió ladinamente, pues sabía que el momento que tanto había esperado estaba llegando, y la humanidad acabaría, dando paso a una nueva era de sufrimiento en la que estaba seguro, jugaría un rol destacado.

El Papa ya no llevaba su crucifijo en el cuello, ni mucho menos las pulcras ropas con las que solía desfilar por la ciudad, acompañado de forminos e intimidantes guardaespaldas. Su cabeza dolía súbitamente, y fue allí cuando supo que el anticristo había arribado a su último destino antes de ser coronado como rey del mundo entero.

Paseó el índice arrugado una vez más por el borde de aquella piscina de cemento, que era simplemente perfecta, y casi tan antigua como la ciudad misma. Vaticano nunca volvería a ser igual, no porque alguna vez cada humano hubiera considerado que era tierra santa, sino porque, en realidad, nunca lo había sido. Divisó a sus espaldas a los sacerdotes, que de igual manera vestían largas túnicas negras y lucían la cabeza rasurada; eran órdenes extrictas del futuro monarca.

—Asi que es usted, el hombre al que mi hermano respeta tanto—la voz neutra de la pelinegra inundó la habitación entera. Él dió un salto en su asiento, guiando una mano tambaleante al botón de su vieja radio de la que emanaba una ópera antigua—. Debo decir que me lo imaginaba más especial, pero muchos llevan eso bajo la piel, ¿no es así? Quizás en su putrido corazón—siguió, llegando al filo de su escritorio, viéndolo echarse hacía atrás.

—¿Eres su hija?—solo pudo pronunciar; al verla asentir, bajó su cabeza y, como señal de respeto, extendió una mano para recibir la suya. Besó el dorso de la misma y oyó su aguda risa.

—Te prometiste a mi padre, y eres siervo de mi hermano; no tienes que mostrarme respeto a mi, que solo soy un demonio.

—¿Solo un demonio?—consultó confundido, con el ceño fruncido—. No fue tu padre quién vino a darme las buenas noticias, ni tu hermano. Fuiste tú, eres mucho más gloriosa de lo que crees.

Cansada de la palabrería, se puso de pie y con una mano libre acarició la madera y los papeles que desordenados la cubrían.

—Quisiera decir lo mismo de ti, Mateo, pero eres un peón más en este juego.

—Lo soy, reconozco mi lugar y estoy feliz de servir.

—Juegas a dos puntas, ¿eh?

—Sabes que no es así—la cortó con molestia—. Llevo tantos años jugando a ser un buen samaritano que casi me la creo.

—Y ahora entregaras a tus doce y ayudarás a abrir el portal—se posó sobre la silla frente a él, y cruzando las largas piernas enfundadas en un pantalón de cuero, lo analizó—. ¿Sabes?, nunca entendí como alguien como tú hacía las cosas que hacía. Como podías bendecirlos y dejar que besaran tu anillo. ¿Discursos de paz?, ¿Misas cada día? Todos esos creyentes, y tú en secreto sacrificando novicias.

—Nadie nunca sospecharia de un viejo como yo—esta vez se encontraba complacido.

—Los de tu clase son los peores. Pero fuiste inteligente; querías poder, y lo obtuviste. Y ahora formas parte de algo mayor. Mira, seré breve—se inclinó en su lugar, quitándose las gafas oscuras y mostrando sus orbes—. Siete días. En siete días volveremos, y tus doce serán sacrificados. Abriremos el portal y mi padre te pagará por tus... servicios. Piensa muy bien lo que quieres a cambio, no habrá dos oportunidades como esta. El sol no volverá a salir y Dios tomará represarias contra nosotros.

AntichristWhere stories live. Discover now