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Ese día Bruno volvió a su casa tocando sus labios como si no creyera que hubiera vuelto a pasar. Cuando llegó su familia lo esperó con ansias, bombardeando de preguntas al pobre chico que recién y estaba asumiendo lo que había pasado. Sus hermanas se habían dado cuenta de su aturdimiento y lo conducieron hasta la escalera, sentándolo suavemente. Cuando Bruno fue capaz de contarles lo que había pasado en su cita, todos estallaron en gritos, Agustín y Félix lo habían alzado y saltaban dando giros gritando con alegría. Bruno ni siquiera podía reaccionar.

Mientras que Mia se había recostado atónita, hecha un mar de emociones, siguiendo la metáfora del mar, sus olas chocaban con fuerza contras las rocas. Era un estallido de emociones y sentía que su pobre cuerpo no podía con tanto. Ambos se habían dormido tocando sus labios como si aún pudieran sentir el roce.

Las semanas pasaban y se hacían más unidos, ya hacían dos meses de la estadía de Mia en Encanto, se había ganado el cariño de muchos mientras que otros seguían rechazándola como si tuviera una peste. Pero ella era feliz en el pueblo, amaba atender en la cafetería, amaba charlar con la señora Méndez y en ocasiones ir a su casa a hacerle compañía a la solitaria anciana, amaba los días en que Bruno la recogía luego de su trabajo y almorzaba con los Madrigal, quienes ya la aceptaban como un miembro de su familia más (aún con las diferencias, claro está), Mia amaba jugar con los niños y ayudarlos a hacerle peinados a su adorado tío Bruno. Había decidido quedarse por un tiempo, sentía que por fin había encontrado su lugar. Un hogar.

Pero todos ignoraban de la preocupación de la señora Alma por el Milagro, su preocupación crecía cada vez más y pensaba pedirle a Bruno ver el futuro, pero no encontraba el momento indicado para hacerlo, tampoco estaba lista. Había comenzado a ignorar el problema y el hecho de que estaba acumulando mucha preocupación en su pecho por eso. No quería que nada le pasara a su familia, así que pasaba cada día exigiendo más y más perfección.

Ese día era uno en los que Bruno iba a recoger a Mia para llevarla a almorzar a su casa, había adoptado esa costumbre desde que se dio cuenta que la joven almorzaba solita, no se sentía cómodo con ello.

Caminaba cantando una canción por lo bajo, saludando a la gente que se cruzaba y ofreciendo su ayuda a quienes lo necesitaban.

Había divisado a la pelinegra a lo lejos cargando demasiadas bolsas y había apresurado su paso para alcanzarla. Pero se detuvo de golpe, con el corazón en las manos.

Un joven, en muy buena forma notó Bruno, había tomado de la cintura a la joven, quien sonrió y se apartó para darle las bolsas. Bruno notó que el chico la miraba de arriba para abajo y que esta no hacía nada para alejar su mano coqueta de ella. También notó, muy a su pesar, que el joven era guapo. Había comenzado a retroceder lentamente, aturdido, cuando la joven lo divisó y le sonrió ampliamente, saludándolo con la mano.

Pero su sonrisa cayó rápidamente y quedó con la mano extendida, estática, viendo a Bruno correr de vuelta a su casa.

Lo que Mia no había logrado ver gracias a la distancia, eran las lágrimas que se habían acumulado en los ojos del joven, quien, una vez llegó a Casita, corrió a toda velocidad a encerrarse en su habitación, apoyándise a su cama y hacerse un ovillo apoyado en esta, ignorando los llamados de sus hermanas y cubriendo su cabeza con el poncho.

Su cabeza maquinaba a gran velocidad, comparándose con el joven guapo al que Mia sonreía y no apartaba, repasando detalladamente la escena. Y lágrimas habían comenzado a correr por su rostro al darse cuenta.

Él no era tan alto como el chico. Él no era tan musculoso como el chico. Él no era tan atractivo como el chico, ni tan masculino, ni tenía esa espalda ancha, no tenía una sonrisa de ensueño, no rebosaba de confianza como el chico, no era atractivo para Mia. No se sentía suficiente para Mia.

Contaba sus defectos en su mente sin parar. Tenía una nariz grande y fea, sus labios casi desaparecen cuando sonríe, su cara era delgada y resaltaba mucho su gran nariz, era torpe, no era lindo, no era alto, siempre se encorvaba, era muy tímido, se sentía un imbécil.

Y recordaba, con tristeza y odio a la vez, la mano del joven recorrer la cintura de la joven como si fuera suya, con la confianza de alguien cercano a ella como Bruno creía ser para ella. Recordaba, con su corazón doliendo, la sonrisa de la chica.

Las horas pasaban y Bruno, con cascadas bajando por sus mejillas y pequeños sollozos, seguía comparándose con el joven, repitiéndose que nunca sería suficiente para la chica. Repitiéndose que debería dejar la ilusión de lado, porque ella nunca sería suya.

Por otro lado, la chica esperaba impaciente a que las horas corrieran. Había visto cómo Bruno la miraba y le había dolido, porque él había malinterpretado la situación.

Sí, el pibe era un atrevido que la había tomado de la cintura, causando incomodidad en la chica, apartándose con la excusa de que tomara sus bolsas, pidiéndole amablemente con una sonrisa que la dejara en paz, pero este no la escuchaba y no sabía qué hacer, terminando estática viendo con pavor cómo el joven le dedicaba halagos que la incomodaban y hacía intentos por estar lo más cerca que pudo a ella, ahogándola con su sola presencia.

Sólo había reaccionado cuando Bruno la vio, y fue tarde, porque había dejado ir a la persona que le gustaba pensando quién sabe qué cosas, pero conociendo a Bruno tenía una idea de lo que estaba pasando con él.

Cuando Bruno se fue, volteó furiosa y le propinó un puñetazo en la nariz al joven, lo hizo con tanto enojo y tanta fuerza que había provocado que la nariz le sangrara y lloriqueara como idiota lanzándole insultos, provocando que la gente se acercara con curiosidad a ver la escena.

— ¡No te me acerques más, atrevido del orto! — le gritó tomando sus bolsas y entrando con furia a la tienda, dejando atrás al chico quien tiraba la cabeza hacia atrás y apretaba su nariz.

No iba a negar que lo había disfrutado.

Cuando su horario llegó a su fin, luego de correr para aquí y para allá sintiendo su corazón estrujarse con el pasar tan lento de los minutos, había ido corriendo a Casita bajo una llovizna que, imaginaba, era a causa de una de los Madrigal. Aumentando su preocupación.

Ella sólo quería ver a su chico.

— ¿Mia? — preguntó Pepa al verla llegar mojada y jadeando, parecía haber corrido. La hizo pasar, tomando una toalla que Casita le había alcanzado y comenzó a secar los cabellos de Mia, quien estaba sumida en sus pensamientos. — Mira como estás, jovencita, ¿qué sucede? Bruno llegó llorando.

— ¿De... de verdad? — dijo en un hilo de voz.

Comenzaba a sentirse culpable, comenzaba a sentirse una mierda.

— Sí, ni siquiera salió a comer, ¿tienes una idea de lo que le pasa? Estamos todos muy preocupados.

— ¿Puedo pasar a verlo? Por favor, Pepa. — suplicó.

La mujer observó atónita las lágrimas acumuladas en los ojos de la joven y asintió, viéndola correr hasta la habitación del contrario.

— Quizás pelearon... ay, estos dos tontos. — dijo, continuando su limpieza interrumpida.

Mia tocaba como loca la puerta, suplicándole con la voz quebrada a Bruno que le abriera la puerta, desesperándose al ver que este no le abría.

— Por favor, bonito, abrime la puerta ¿si? Hablemos — silencio —. Bruno, por favor. Te lo puedo explicar — nada, tomó aire —... Por favor, mi vida. — dijo, con la voz quebrandose al final.

La puerta se abrió un poco y Mia entró rápidamente, cerrando la puerta tras ella. Estaba todo oscuro y no divisaba a Bruno, hasta que lo vio hecho un ovillo escondido en su poncho.

— Bruno...

Tímido • Bruno MadrigalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora