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Todas las veces que Mia había visitado la Casita, Bruno siempre se acercaba peligrosamente a las grietas de las paredes para verla, para sentirla cerca. Y sabía demasiado bien que estaba mal, porque un descuido y se terminaba todo, se podía llegar a delatar. Pero la extrañaba, cada mes que pasaba en soledad la extrañaba aún más. Extrañaba verle el rostro de cerca, tocar su piel aún si fuera con timidez, extrañaba hacerla sonreír, extrañaba dormir en sus brazos. Todas esas visitas de Mia eran, a su vez, una tortura para él. Era demasiado difícil ignorar la necesidad de salir se las paredes y abrazarla con fuerza, era difícil tener que esconderse hasta de ella.

Le dolía mucho hacerlo. Le dolía tener que mantenerse oculto hasta de la persona que ama, de la única incapaz de juzgar sus acciones por más enojada que esté, le dolía verla a través de diminutas grietas, esforzando su vista por verla sonreír y jugar con sus sobrinos. Entonces sonreía con lágrimas cayendo de sus mejillas, porque por más mal que ella se sintiera siempre estaba dispuesta a jugar con los niños, y eso le rompía el corazón a pedacitos.

Porque él era el culpable de que ella se sientiera mal, él era el culpable de que sus ojos ya no brillaran, de que cada vez visitara la casa con menos frecuencia y que, cuando lo hacía, la notaba demasiado delgada, entonces se pellizcaba la piel en castigo, porque era su culpa que ya no comiera. Era su culpa que apenas sonriera. Era su culpa.

Todo era su culpa.

Pero Mia había dejado de visitarlos. Los niños lloraban la ausencia de ambos, y le quemaba escucharlos.

Todos los días recorría los largos y estrechos pasillos para ver si la chica los había visitado, pero miraba con tristeza que en la mesa estaban todos menos ella. Todo el tiempo vigilaba a sus sobrinos, llorando en silencio cuando la pequeña Mirabel le hacía dibujos y se los mostraba a su mamá, quien terminaba llorando a escondidas abrazada a su esposo. En más de una ocasión, había visto al pequeño Camilo transformarse en él sin darse cuenta, todos (incluido Bruno) quedaban petrificados viendo la escena, porque todos los niños corrían hacia él entre risas y abrazaban a un confundido Camilo, quien luego volvía a su aspecto normal, causando que los niños lloraran y que sus madres los acompañaran en silencio.

Bruno se sentía una mierda cada vez que eso pasaba, porque era demasiado consciente de cuánto los niños lo extrañaban. Y él a ellos. Demasiado.

Sin embargo, Dolores lo escuchaba, él lo sabía. Pero la pequeña estaba confundida, porque no sabía en qué parte de la casa estaba, no entendía por qué lo escuchaba detrás de las paredes. Y eso a Bruno lo ponía nervioso, porque a veces la pequeña se quedaba mirando estática un punto de la pared, donde él se encontraba, entonces permanecía quieto como una estatua sin poder impedir que las lágrimas bajaran.

Pero era por el bien de todos. Todos los días, al despertar, se repetía que era por el bien de todos, por el bien de Mirabel.

Sabía que, al menos Julieta, no le agarraría odio por desaparecer. Esperaba que no. Porque si incluso ella lo hacía, ya no le quedaría nada.

Una de esas veces que él recorría los pasillos, cuidando de su familia desde lo profundo de la casa, había escuchado una fuerte discusión. Se había acercado preocupado y temiendo que esa conversación también fuera su culpa. Pero sus ojos se abrieron en grande cuando escuchó con atención.

- ¡Esa niñita es la culpable de las desgracias de esta casa! ¡no voy a aceptar esa locura! — Gritó Alma, dejando con furia un canasto de ropa en su cama.

Pepa y Julieta la miraban frustradas, aunque Julieta era mejor ocultándolo.

- ¡No podemos dejarla sola mientras nosotros intentamos reconstruir a esta familia!

Julieta agarró del brazo a Pepa, quien respiraba con irregularidad. Bruno observaba todo confundido y asustado.

- Mamá, por favor, Pepa tiene razón. Está muy mal, necesita de nuestra ayuda. No podemos abandonar al pueblo. Mia, quieras o no, pertenece al pueblo.

Alma la miró enojada, Bruno cubrió su boca con sus manos, sin poder ocultar la sorpresa y la alegría que le generaba el que sus hermanas se opusieran completamente a abandonar a su pareja.

- Definitivamente ella ha arruinado a nuestra familia - negó con la cabeza, casi con decepción -, no puedo dejar que una persona así viva bajo el mismo techo que nuestros niños. ¿Están oyendo la locura que sale de sus labios?

- Ella no tiene nada de malo, mamá, entiende que nos preocupa su estado, estoy segura de que Bruno-

Pero Pepa fue interrumpida por la agresividad con la que su madre habló. - ¡Aquí no se habla de Bruno!

Él, quien escuchaba todo, dio un paso hacia atrás como si le hubieran dado un tiro en el medio del pecho. Y se alejó corriendo, tratando de amortiguar sus sollozos con su brazo, sintiendo, una vez más, que todo a su alrededor se derrumbaba. Su madre ya ni siquiera quería oír su nombre, tenía miedo de que lo odiara, de que comenzara a ignorar que alguna vez existió.

Ese día las grietas en las paredes habían aumentado en medida, y se había pasado el día oculto en Hernando reparando las paredes, pero incluso Hernando se había sentido herido ante lo que su madre dijo. Así que, cada grieta que era tapada, eran reparadas a base de sudor y, literalmente, lágrimas. Porque no podía creer que nunca dejaría de ser una decepción.

Él era una decepción.

Luego de esa horrible confesión, él casi no salía de su sillón, apenas y tenía ánimos de jugar con sus ratoncitos, quienes se apoyaban en sus hombros como si quisieran reconfortarlo.

Esa vez lo despertaron ruidos extraños, sonaba... alegre. Incluso escuchaba a Casita estampar las ventanas una y otra vez como si estuviera feliz. Y escuchaba risas, pero había una en especial que lo desconcertó.

- Niños, niños, dejen pasar a Mia. - escuchó decir a Agustín con diversión.

Bruno casi corrió hasta una de las grietas que le dejaban ver la entrada de la casa, aunque estuviera un poco lejos él podía ver con un poco de esfuerzo que la joven sonreía un poco a los niños, que la tomaban de las manos y la tiraban hacia ellos, con emoción. Bruno rió bajito con ternura, y sonrió con tristeza y lágrimas en los ojos cuando Mirabel saltó a abrazarla.

- Está bien, Agustín, yo también los extrañé, chicos. ¿Se portaron bien? - preguntó, agachándose a la altura de los niños.

Se escucharon repetidos y sonoros "sí" que sacaron risas en todos, incluso a Bruno.

Bruno observó con atención a la joven. Notó, con pesar, que los pantalones que antes eran ajustados ahora le quedaba un poco sueltos. Notó que su rostro estaba demasiado delgado, así como sus brazos y abdomen. Notó que le costaba levantar a los niños, que sus labios se fruncían en una linea cuando alzaba a uno de estos, pero de todas formas sonreía con alegría y abrazaba a los ruidosos niños. Bruno apoyó la cabeza en la pared, sintiéndose pésimo.

Pero no es como si él no hubiera adelgazado notablemente también, apenas y conseguía un poco de comida para mantenerse de pie. Racionaba todo con el fin de no morirse de hambre. No quería morirse aún. Su camisa le quedaba más grande, sus pantalones se caían, así que tuvo que atarlos con un hilo que había encontrado. A veces le costaba mantenerse en pie, pero sabía que era hasta que se acostumbrara. Entonces, pensaba, él estaría bien.

Observó con una sonrisa cómo ayudaban a Mia a entrar sus cosas, no se sorprendió al entender que lo que estaba sucediendo en Casita era que la joven se iba a mudar con ellos, sus hermanas tenían un gran corazón y les agradecía por eso. Porque ahora podría verla más seguido, y sabía que la iban a cuidar bien. Sonrió como tonto al escuchar su risa.

- Ahora vas a estar bien... ya verás...

Tímido • Bruno MadrigalWhere stories live. Discover now