Despedida.

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Su marido se despertó mucho antes del alba. Ella fingió el sueño que la había esquivado durante horas, pensando si él la solicitaría.

Pero él no la tocó. Se bajó silenciosamente de la cama y a tientas buscó su ropa esparcida por el suelo.

Aunque ella no lo veía, porque a esa hora anterior a la aurora aún no entraba ninguna luz por las rendijas de las persianas cerradas, sí lo oía. Oía los sonidos de las esteras al hundirse bajo sus pies, oía sus suaves inspiraciones y espiraciones, oía el frufrú de sus ropas al ponérselas. Cada sonido la pinchaba como una aguja, sacándole sangré.

Él no la deseaba, ni siquiera esa primera mañana de su vida juntos. La noche anterior la reclamó como esposa y después se dio media vuelta y se durmió sin decirle una palabra, dejándola sola mirando la oscuridad.

La había comprado y consumado el matrimonio, y para Darien Shields eso era suficiente.

No tardarían mucho en enterarse de eso todos los demás.

Oyó el ruido de la barra de madera al raspar la piedra cuando él la levantó. Ella se mantuvo rígida bajo las mantas, notó que él se quedaba inmóvil como temiendo haberla despertado. Al continuar el silencio de ella, él apoyó la barra en la pared, abrió la puerta y salió silenciosamente de la habitación.

Una vez que estuvo segura de que él se había marchado, Serena enterró la cara en los almohadones y dio rienda suelta a las lágrimas que la quemaban por dentro.

Darien oyó cantar un gallo cuando bajaba sigilosamente la estrecha y oscura escalera de caracol; las delgadas franjas de cielo que se veían por las troneras le indicaron que éste todavía estaba negruzco y moteado de estrellas. No había nadie más en la escalera, y sin embargo sentía erizada la piel de la nuca, por el frío y por la desconcertante sensación de que alguien estaba observando su descenso en silenciosa condenación.

Al pie de la escalera se detuvo y se desperezó, para aliviar la tensión de los hombros, sabiendo que en realidad se había detenido en desafío al sentimiento de culpabilidad que le venía pisando los talones por cada peldaño de piedra que lo alejaba de la habitación de lady Serena. Se giró a mirar hacia atrás; no había nada fuera de oscuridad. Cuando se volvió, un débil resplandor en la sala grande lo invitó a continuar su camino.

A la tenue luz del mortecino fuego del hogar, la sala grande daba la impresión de haber sido el escenario de una reñida batalla. La diferencia era que las manchas que cubrían los cuerpos despatarrados sobre las esteras eran de vino, cerveza y orina, no de sangre. La nariz le dijo eso a Darien con tanta claridad como los ojos. El discordante coro de ronquidos, bufidos y atroces silbidos, de hombres y mujeres por igual, decía que habría que tratar con cabezas espesas una vez que despertara esa congregación.

No vio a Nephrite ni a ningún otro de sus hombres, pero en esa penumbra no podía estar seguro de que no estuvieran allí. En todo caso, eso no importaba, puesto que no los necesitaba en ese momento, - no tenía el menor deseo de despertar a la gente del castillo para que salieran a buscarlos.

Avanzando con sumo cuidado fue sorteando los cuerpos dormidos. La puerta al exterior estaba bien trancada y, curiosamente, el guardia que estaba sentado junto a ella estaba despierto, aunque apestaba a vino igual que el resto. El hombre se echó hacia delante y le miró la cara.

-¿Sois el mercader, no? -le preguntó con voz estropajosa, entornando los ojos para verlo a la débil luz.

Darien apretó los labios disgustado, irritado por ese nuevo obstáculo en su camino.

-Sí.

El hombre emitió un sonido gutural de reconocimiento movió la cabeza asintiendo y acercó más la cabeza, con la cara arrugada como la de una gárgola.

La Novia VendidaWhere stories live. Discover now