Frente a la tormenta.

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Dos días habían transcurrido desde que Richard Rareton regresara con la noticia de la desgracia en Colmaine; dos auroras, dos crepúsculos, dos desgraciadas noches sin dormir, y ahora una nueva aurora.

Asomada a la ventana de su dormitorio, Serena estaba contemplando el hermoso cielo azul de una mañana perfecta, y pensando qué raro era que todo pareciera tan... normal. El mundo debería haberse desorganizado en algo, por ejemplo los días hacerse demasiado cortos o demasiado largos, el sol salir por el oeste y ponerse por el este, algo distinto a ese paso y paso de las horas tan conocido. Su mundo estaba hecho escombros en el suelo. ¿Por qué, entonces, todo lo demás continuaba igual, como si nada hubiera cambiado y nunca fuera a cambiar?

Bajó la vista al sonajero de plata que tenía en la mano. Pensativa, lo hizo girar entre los dedos, observando el juego de luces que se formaba en su brillante superficie. La noche anterior, Lita Townsend había dado a luz un robusto niño. A juzgar por el mensaje que envió invitándolos al bautizo esa mañana, Nephrite estaba tan feliz como si fuera su primer hijo, no el quinto.

El quinto hijo.

Se le contrajo el vientre en dolorosa envidia. Agitó el sonajero. Las piedrecillas encerradas dentro hicieron sonar la plata: pin pin pin. Pin pin pin pin.

Valía la pena que hubiera algunos cambios después de todo. Un bebé, eso era lo que necesitaba. Cinco hermosos hijos y otras tantas hijas, por difícil que les resultara reunir dotes para todas. Tendría doce hijos si pudiera, y sin embargo su vientre estaba tan vacío como si todavía fuera soltera y virgen. Y vacío seguiría si continuaba exiliando a Darien de su cama.

Volvió a agitar el sonajero, saboreando el sonido. Darien lo había mandado hacer hacía unas semanas. Habían batido la plata hasta convertirla en una fina lámina y luego trabajado la forma con exquisito esmero, con una T grabada en un lado y un pequeño pomo que un niño pequeño pudiera coger. Ella había anudado las cintas de seda en la base, pero era un regalo de Darien, no de ella.

No habría tenido para qué gastar ni la mitad en el regalo puesto que él no iba a ser el padrino del niño, pero Nephrite era su amigo, además de colega. Darien no se había parado a calcular el coste de hacer algo que le parecía correcto.

Pin pin pin.

Suspiró y dejó a un lado el sonajero. Ay, si hacer lo correcto fuera siempre tan sencillo y Sabía que el apoyo de su marido a Haruka había sido algo muy analizado, sopesado, medido y cortado con el ojo de un buen mercero para calcular los costes y los beneficios. Su matrimonio también formaba parte de esas mediciones. Había puesto en un platillo de la balanza el coste de casarse con ella, y en el otro la suma de los beneficios menos las desventajas, hasta estar seguro de que la transacción valía el precio de casarse con ella.

¿Habría hecho alguna vez, aunque sólo fuera una vez, esa misma operación respecto a lo que suponía para ella? ¿Habría puesto en un platillo lo que ella iba a ganar y en el otro lo que iba a perder? ¿Pensaría en el precio que ella iba a pagar por esa nueva vida que se le daba?

Lo dudaba. ¿Qué hombre haría eso, si no un padre? Y su padre ni siquiera se había molestado en pensarlo; él pesó la plata que le forraría el bolsillo y el coste para el orgullo de la familia de casar a una hija con un mercader. La plata pesó más que el orgullo. Ella no había entrado jamás en los cálculos de sir Kenji.

¿Entonces por qué se resistía tanto a perdonar a Darien su elección cuando su padre había estado menos que inclinado a favorecerla a ella en las suyas? ¿Por qué no reconocer que era ella la que había ganado más, y que no podría haber impedido a sir Kenji ni a Samuel que se metieran en esa loca guerra, como tampoco podría haber defendido Colmaine de los zapadores de sir Kenji? Era una tonta al pensar que Darien podría haber cambiado las cosas un ápice manteniendo su dinero en sus cofres en lugar de ponerlo en las manos de Haruka. Y sin embargo...

La Novia VendidaWhere stories live. Discover now