En Casa Nuevamente.

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Le dolía la cabeza, su estómago vacío se apretaba contra su espinazo, y todavía notaba los músculos doloridos por esa noche pasada sobre la piedra dura y fría pero Darien Shields se sentía un hombre feliz.

Sabiendo ya Serena que su padre y su hermano estaban vivos y que Haruka no los liberaría hasta que hubiera acabado la guerra, tendría que reconocer que él no le había mentido al decirle que no podía hacer nada para ayudarlos. Tendría que admitirlo en su cama de nuevo; ¡que era la cama de él, por el amor de Dios!

Había declinado la oferta de Diamante de comida y cerveza, pero sí aceptó el préstamo de un caballo para Serena y la escolta hasta casa. No quiso quedarse a probar la tardía hospitalidad del conde porque deseaba pan de su cocina y cerveza en su propia copa. Deseaba bañarse, afeitarse y ponerse ropa limpia.

Por encima de todo, deseaba a su mujer.

La miró. Ella llevaba la cabeza erguida y la mirada fija en el camine por donde iba, pero su mirada tenía la expresión vacía de una mujer que va sumida en sus pensamientos, olvidada del mundo que la rodea. Olvidada de él.

Mientras ella le perdonara el no haberla protegido, no le importaba eso, porque podría hacerla recordar rápidamente, recordar sus caricias y cómo se sentía cuando lo tenía alojado muy dentro de ella. Ciertamente la haría recordar, porque lo que necesitaba en ese momento era tenerla a salvo y calentita en sus brazos para poder olvidar lo que le había costado a ella su falta de previsión.

De alguna manera le compensaría todo, se prometió. Sólo esperaba que ella le creyera cuando lo hiciera.

Un mendigo sucio y harapiento se puso de un salto en su camino con la mano estirada para recibir una limosna. Darien hurgó en su monedero en busca de un penique, pero ya uno de los hombres de Diamante había interpuesto su caballo en el camino del mendigo, con el puño levantado para golpearlo. El mendigo retrocedió. maldiciendo, cogió un puñado de lodo con estiércol del suelo y lo arrojó hacia ellos.

Pero el hombre tenía mala puntería; el puñado de lodo pasó junto a ellos y fue a estrellarse en la carreta de un vendedor ambulante que iba pasando por el otro lado de la calle. El guardia se rió, el vendedor soltó unas maldiciones y el mendigo huyó por un callejón y desapareció.

Tal vez sólo era el hambre, pero mientras Darien lo veía desaparecer por el callejón, su estomago vacío rugió su protesta.

Hasta ahí llegaron sus buenas intenciones.

Serena seguía a los guardias que les proporcionara Diamante para escoltarlos por las calles de Londres, pero iba ciega y sorda a las vistas y sonidos que la rodeaban. Todavía tenía llena la nariz de los olores a carne podrida y a animales peligrosos, y los oídos con las palabras de hombres peligrosos. Ante ella veía la cara de Darien, no las de los desconocidos que pasaban de un lado a otro delante de ellos; los labios de Darien apretados en una expresión imponente, sus ojos duros e inexpresivos mientras escuchaba las veladas amenazas de Rubeus y los jactanciosos insultos de Diamante.

Se sentía tonta por haber parloteado sobre animales salvajes después que Diamante sonriera y amenazara a Darien con destrucción. La verdad era que había sido dos veces tonta; qué idiotez la suya al pensar que porque su marido no había tomado las armas estaba a salvo de esa guerra que estaba destrozando el corazón de Inglaterra. El encuentro de la noche anterior la había hecho ver las cosas a una luz muy diferente. No era raro entonces que el alivio que sintió cuando Diamante se echó a reír y dejó libre a Darien le soltara la lengua y los sesos.

La lengua se le quedó quieta al instante cuando apareció Rubeus. Burlón, arrogante y astuto, él le hizo su reverencia a Diamante, sonrió al verla magullada y cubierta de lodo, y se puso a hablar tranquilamente de su reciente visita a los puertos confederados, viaje que había hecho a petición de Diamante. «Hay rumores de saqueos en algunos de los almacenes», dijo, con una expresión de cruel satisfacción. Yo no he visto nada, pero no me sorprendería que hubiera pérdidas por aquí y por allí, ¿no te parece, Shields » Darien simuló indiferencia pero ella vio su furiosa tensión bajo la máscara. Tenía varias remesas de telas del extranjero en los almacenes de los puertos, las que no había logrado traer a Londres y no se podía permitir el lujo de perder. Por el momento, las fuerzas de Diamante controlaban la mayoría de los puertos y la parte del país que los separaba de Londres. No era buen momento para que un conocido partidario de Haruka se arriesgara a transportar una rica carga de telas por los caminos, ni siquiera con guardias armados, y Diamante lo sabía.

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