Las Campanas de Londres

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Al amanecer del día siguiente, el cielo estaba de un color gris apagado y limpio por la lluvia cuando Darien y sus hombres salieron en fila por la puerta del monasterio. Darien los observó marcharse con el rostro cuidadosamente desprovisto de expresión.

Pocos minutos después, Serena lo encontró allí, mirando el camino que habían tomado.

-¿Rubeus se marchó?

-Sí -asintió él.

-¿A Winchelsea supongo?

Él volvió a asentir y frunció el ceño.

-Sí.

-Aah -dijo Serena, como si eso no fuera novedad para ella-. ¿Y cuántos percherones crees que va a necesitar para transportar tus telas perdidas?

Él giró bruscamente la cabeza y la miró. Ella respondió a su mirada interrogante con una expresión de absoluta inocencia.

-No tengo ninguna prueba -dijo él al fin-. Es mal asunto calumniar a otro mercader sin tener pruebas.

-¿Es calumnia si es la verdad?

Él la miró receloso.

-Estás de muy buen humor esta mañana, señora.

A ella no le pasó inadvertido el matiz cauteloso e interrogante de su voz. Un leve rubor le teñía las mejillas cuando le pasó la jarra de cerveza y la media barra de pan que llevaba.

-El desayuno que ofrecen los buenos monjes a sus huéspedes -dijo-. Te he traído tu parte. Tus hombres ya han comido las de ellos.

Él titubeó, sin saber cómo responder a ese pequeño ofrecimiento de paz. Su estómago contestó por él, gruñendo.

Ella sonrió. Él se puso colorado. Un instante después, la carcajada conjunta se derramó como miel, cubriendo temporalmente la brecha que los separaba.

Procurando encontrar un lugar seco, finalmente se instalaron en el muro bajo de piedra que rodeaba el abrevadero del establo, desde donde Darien podía vigilar la carga de los caballos mientras comía. Era una reunión informal, agradable y Serena, visiblemente tranquilizada por la risa y la compañía de los demás, dejó de lado sus recelos y bombardeó a Darien con preguntas sobre el camino que les aguardaba y a qué hora calculaba que llegarían a Londres.

Darien intentó alargar la sencilla comida. El pan estaba sabroso y fresco de esa mañana, pero la cerveza era amarga. No le hizo falta mucha pericia para comer con más lentitud que como lo habría hecho en otras circunstancias; pero la comida llegó a su fin de todos modos.

Había trabajo que hacer, se dijo, y tenían sus buenas treinta millas, más o menos, por recorrer.

Se desperezó, tratando de juntar los omóplatos para ejercitar; soltar los músculos que todavía estaban rígidos, cogió la jarra y bebió el último trago de cerveza amarga; hizo una mueca al tragarla.

-Me alegrará estar en casa, donde puedo volver a beber mi buena cerveza y dormir en mi cama.

Las palabras le salieron antes de darse cuenta de lo que decía. De pronto Serena se puso rígida y ahogó una exclamación. Él la miró sorprendido.

-¿Qué...? La expresión impenetrable que vio en su cara fue la respuesta que necesitaba.

Ella se levantó, se pasó la mano por la falda de su túnica para quitarse migas imaginarias, con la cabeza inclinada, de modo que el velo le cubriera parte de la cara.

-Será mejor que vaya a dar un último vistazo a la sala -dijo-, no sea que me haya dejado algo.

Y se marchó, antes que él lograra encontrar la manera de explicarse. Lo peor de todo, pensó mientras la observaba sortear los charcos de lodo del patio del establo, era que había dicho la pura y santa verdad de Dios. Deseaba estar en casa; deseaba su buena cerveza y su mejor vino en lugar de esa porquería; deseaba dormir en su cama y deseaba, ¡ay Dios, cuánto lo deseaba!, que su mujer estuviera en la cama con él.

La Novia VendidaWhere stories live. Discover now