Ruegos desoídos.

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Darien no repitió el error de abandonar la cama de su dama antes del canto del gallo. Lo despertó la luz y el ruido de gente por la calle que llegaba apagado a sus oídos. Al principio no supo muy bien qué era lo diferente esa mañana, pero entonces Serena se movió y se acurrucó más contra él con los suaves murmullos de un niño dormido, y él despertó del todo ahogando una exclamación.

El aire estaba frío. Hacía rato que había muerto el fuego, pero había abundante leña apilada a un lado de la chimenea, y todavía habría brasas entre las cenizas. Nunca antes se había molestado en encender un fuego por la mañana, pero esa mañana deseaba uno, pese al trabajo que lo aguardaba. Se dijo que para Serena sería más agradable despertar en una habitación caliente. La verdad era que prefería continuar metido en la cama con su mujer que pasar las horas siguientes con Richard Urawa repasando inventarios y los rollos de contabilidad.

Con todo cuidado para no despertarla, se bajó de la cama y, desnudo, se dirigió al hogar, con la piel erizada por el frío. Notó claramente la diferencia cuando salió de una alfombra y pisó la piedra fría, y luego la otra alfombra. La sensación de la gruesa lana bajo sus pies le despertaron seductores recuerdos de la noche anterior.

Bastó un poco de aire con el pequeño fuelle que colgaba al lado de la chimenea para despertar a la vida las brasas todavía calientes; el fuego prendió rápidamente en la leña seca, y chisporrotearon brillantes llamas en el aire frío que circulaba por la habitación. Darien se estremeció y se levantó.

Cuando se volvió, vio a Serena de costado, con la cabeza apoyada en una mano y las mantas subidas hasta cubrirle los pechos. Lo estaba observando con los ojos adormilados de una mujer satisfecha. Vio la pequeña marca roja en el cuello donde le succionó y mordisqueó, y recordó los arañazos que ella le hiciera con las uñas en su éxtasis. Su pelo estaba desparramado sobre las desordenadas mantas como los flecos de seda de un estandarte conquistado en el campo de batalla.

Se le calentó la sangre y se le levantó la polla, pese al frío.

Ella curvó la boca en una leve sonrisa.

-¿Un fuego? -preguntó, y le temblaron los labios en su esfuerzo por no reírse-. Es cierto entonces lo que dicen. Que la vida en Londres es más muelle que en cualquier otra parte.

Él corrió a meterse bajo las mantas.

-¿Eso es lo que dicen?

Ella chilló cuando le rozó la pierna con los dedos de los pies, pero de todos modos se le acercó.

-Eso es lo que dicen. Y que en todas las calles hay oro y plata para quien quiera coger.

-Lo del oro y la plata es una fantasía, señora, y os aseguro que no todo es muelle.

Ella agrandó los ojos y se acercó otro poco más; su boca se curvó en una sonrisita presumida.

-Y parece que por aquí hay otros fuegos encendidos, aparte de ese del hogar.

Él se incorporó un poco, apoyándose en el codo, y se le acercó más hasta presionarle el costado con el abdomen, saboreando su calor.

-Pues sí, y a vos, señora, y no me equivoco, os gusta el calor.

Ella se apretó contra él hasta rozarle el pecho con sus pechos. Darien sintió una opresión en el escroto y se le endurecieron las tetillas.

-Encuentro que me sienta bien -dijo ella, tranquilamente, bajando la mano por su costado y cadera en una caricia.

Él no pudo disimular el placer que lo recorrió todo entero. Le ardía la piel donde ella tocaba. Cambió de posición hasta dejar sus piernas entrelazadas con las de ella. Con la mano libre le cogió una guedeja suelta que le caía por la mejilla, se la metió tras la oreja y pasó el dedo a todo lo largo, bajando por su garganta y pecho, siguiendo con la vista el camino recorrido por su dedo. Serena hizo una inspiración entrecortada y retuvo el aliento.

La Novia VendidaWhere stories live. Discover now