Encuentros en el camino

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Cuando Darien salió por la puerta de la casa Shields dos días después, Serena iba con él, con un pequeño lío con ropas atado a su silla y una daga en la vaina que colgaba de su cinturón. Detrás de ella salieron una docena de percherones y mulas con serones vacíos, media docena de guardias contratados y todos los hombres sanos y robustos de entre los empleados de Darien que no eran necesarios en Londres.

La cabalgata daba la impresión de un grupo triste, comparada con la gente entusiasmada que se veía por las calles. Londres estaba en modalidad marcial y confiada en la victoria. Los hombres que aún no habían partido a unirse al ejército de Diamante se estaban reuniendo bajo la dirección del propio lord alcalde, y toda la gente parecía deseosa de ir a despedirlos y desearles buena suerte.

La gente fluía hacia el puente de Londres como agua; los riachuelos y arroyuelos de los callejones y calles secundarías dejaban su carga humana en las avenidas principales, las cuales a su vez desembocaban en el enorme puente de piedra que cruzaba el Támesis y conducía a Southwark y la costa.

La marea humana los empujaba por las calles llevándolos hacia el puente como trocitos de madera, y continuaba girando alrededor, olvidada de su existencia. Serena trataba de mantenerse cerca del estribo de Darien, no quería perderlo de vista en la multitud. Los demás, frenados por los animales que venían tirando, no alcanzaban tan rápido. Cuando de tanto en tanto se levantaba un poco en la silla para mirar hacia atrás, veía a sus hombres, solos, de a dos y de a tres, atrapados en la muchedumbre y maldiciendo el alboroto.

Darien iba indiferente a ellos, demasiado ocupado en avanzar como para preocuparse de lo que ocurría detrás de él. Sus hombres conocían el camino, al fin y al cabo, y les darían alcance cuándo y dónde pudieran.

Serena miraba alrededor, curiosa y un poquitín nerviosa. Jamás había puesto los pies en el puente de Londres. Este había resistido a innumerables tormentas y riadas, llevando sobre su lomo a la mitad de Inglaterra, pero ella no lograba desechar del todo la idea de que iba suspendida en el aire con sólo unos cuantos palmos de piedra y mortero entre ella y las frías y grises aguas de abajo.

Sin embargo, nada podría ser más vulgar que la cara que el enorme puente presentaba al mundo que pasaba por encima. A cada lado había una hilera de casas enmaderadas, estrechas y de varias plantas, una tras otra, tocándose, dando la espalda al río, sus fachadas muy semejantes a las de cualquier calle de tiendas de Londres. Los vendedores ofrecían empanadas de carne, chucherías y cerveza. Los niños brincaban por en medio de la multitud; los caballos piafaban y relinchaban, golpeando la piedra con sus patas herradas; las carretas crujían, los bueyes mugían, y daba la impresión de que la mitad de la gente gritaba. De todos modos, nada apagaba el sordo rugido del río al pasar por entre los enormes estribos de piedra que sostenían el puente y a toda la humanidad que llevaba encima.

Presionando con las rodillas, Serena guió a Graciela hasta ponerla más cerca del caballo de Darien. No logró reunir el valor para pedirle que cabalgara más cerca del centro del puente, pero se las arregló, con dificultad, para no cogerse de su manga. Era una mujer adulta y casada, se reprendió, demasiado mayor para permitirse el infantil consuelo de agarrarse de alguien.

Un ancho espacio entre las casas le ofreció la primera visión clara del río y de la orilla de Southwark, con su laberinto de almacenes, tabernas y burdeles. Allí el río era más ruidoso, su voz menos camuflada. Un montón de niños estaban subidos en el muro bajo que marcaba la orilla del puente, indiferentes al peligro, resueltos a tener una buena vista del ejército de Londres cuando pasara por allí. Serena se estremeció, recordando el alegre relato de Helios de su paso por debajo del puente y las macabras historias sobre aquellos que quedaban atrapados en el abrazo del río.

La Novia VendidaWhere stories live. Discover now