Los riesgos del Juego.

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Darien no se molestó en acompañar a su visitante hasta la salida de la casa. Le sostuvo la puerta de la cámara fuerte y la cerró una vez que salió. Las llamas de las velas oscilaron, hacia arriba y hacia abajo con la ráfaga de aire que entró, haciendo bailar la luz en las sombras. El sonido de los pasos del hombre por los peldaños de piedra llegaron apagados por la maciza puerta de roble hasta desvanecerse en el silencio.

Con un furioso gruñido, Darien se apoyó en la puerta, con la cabeza gacha, los brazos cruzados en el pecho, y miró atentamente el cuarto.

Lo había hecho construir junto con la sala nueva, los aposentos de arriba y las nuevas dependencias de cocina adyacentes. Sentía la necesidad de tener un lugar donde guardar sus monedas y sus telas preciosas, un lugar a prueba de ladrones y de los estragos del fuego.

Tenía lo que había deseado. El propio rey estaría feliz de contar con la seguridad que ofrecía esa cámara. No había ventanas que rompieran la firmeza de los gruesos muros, el techo y el suelo, y sólo había unos estrechos agujeros para airearla y secar la humedad. El único punto vulnerable era la puerta reforzada con rejas de hierro en que estaba apoyado, que era todo lo fuerte y maciza que era capaz de fabricar el hombre.

Pero ni siquiera los muros de piedra ni las puertas con rejas de hierro estaban a prueba del peligro de la destrucción desde dentro. Darien no se hacía ninguna ilusión. La exigencia de Haruka de más préstamos podía destruirlo con la misma facilidad que un incendio, los ladrones y los pillajes de la guerra. Aun en el caso de que ganara Haruka, y no había ninguna garantía de eso, ni ninguna seguridad de que sobreviviera al conflicto, su victoria no significaría nada si su negocio ya estaba arruinado por la presión combinada de las peticiones del príncipe y las demoledoras tensiones de un país en guerra.

Si sólo estuviera él, no importaría mucho. Podría reconstruirlo todo si era necesario.

Pero no había actuado solo, y si caía, otros quedarían aplastados debajo de él, incapaces de volver a levantarse. Su amigo Nephrite podría recuperarse, pero no así Zoisite Tennys, ni Motoki Byngham, ni Kunzite Giffard, ni Gournay, ni ninguno de los otros. Todos hombres buenos, hombres con familia. Hombres que habían confiado en él, lo habían seguido, aun cuando él los advirtió, ¡Dios!, con cuanta frecuencia les habló de los riesgos que corrían, de los peligros que enfrentaban.

Sin embargo, todos insistieron en seguirlo, pensando que tenía razón, tal como había tenido razón en tantas otras cosas a lo largo de los años. Habían confiado en él en el pasado y gracias a eso acrecentaron sus riquezas. Confiaban en él ahora, cuando corrían el riesgo de perder no sólo esa riqueza sino también todo lo demás que les importaba.

El peligro no estaba solamente en un lado de la balanza. Si triunfaba Diamante, destruiría al rey o a lord Haruka, pero podría recompensar pródigamente a quienes lo habían apoyado dándole las riquezas de los partidarios de Haruka. Si ganaba el rey y él se negara a esa nueva exigencia de fondos, Haruka sería capaz de olvidar que tenía otras deudas más antiguas. Incluso podría llegar a vengarse de él por negarle los fondos que necesitaba en esos momentos, y la venganza de un príncipe orgulloso podía ser terrible.

Desechó ese pensamiento. No fallaría. Estaba seguro de que Haruka triunfaría al final, tal como estaba seguro de haber sopesado bien los riesgos y las recompensas.

Lo que más lo preocupaba no eran las exigencias de Haruka ni los peligros que entrañaban; desde el comienzo sabía que ésas eran algunas posibilidades. Lo que no había imaginado era que Serena, la idea de lo que podría sufrir ella si él fallaba, se le hubiera metido con tanta potencia en la mente que coloreaba todas sus palabras, todos sus pensamientos. El terciopelo celeste que estaba escondido en el arcón detrás de él le había parecido algo vivo y parlante mientras atendía a su visitante, su mensaje claro, su presencia ineludible.

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