Noticias tristes.

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No había nadie en el patio para recibirlos cuando cruzaron la puerta de la casa Shields, ni apareció nadie a recogerles los caballos. Taiki se llevó los caballos al establo refunfuñando en voz baja, mientras Darien subía al trote la escalera y entraba en la sala.

Estuvo a punto de girarse y volverse por donde había venido. La sala estaba tomada por Zirconia y su ejército. Parecían hormigas, limpiando las vigas, fregando el suelo y sacando brillo entusiastamente a todo lo que había entre medio. En el centro de la actividad estaba Zirconia, con el velo torcido, el griñón colgándole bajo la papada, su cara ancha al rojo vivo, exhortando irritada a criados y criadas a trabajar más deprisa, más deprisa.

Se giró a mirarlo con la frente arrugada en advertencia cuando él comenzó a pasar por el suelo todavía mojado. Darien la miró receloso.

-Sólo quiero dos cosas -dijo antes que ella empezara a reprenderlo-. Una jarra de tu buena cerveza, y a mi mujer. Seguro que alguien puede estar libre el tiempo suficiente para traerme lo primero, y ¿podrías decirme dónde puedo encontrar lo segundo?

Ella gruñó, ladró a una criada que fuera a buscar una jarra de cerveza e hizo un gesto hacia la escalera que llevaba a los aposentos de arriba.

-La última vez que la vi, la señora Serena iba por ahí. Estoy demasiado ocupada para seguirle la pista, y ahora que vuestra esposa se ha empeñado en que, además de todo el trabajo que tengo, zurza los manteles tengo menos tiempo que nunca.

Declinando la invitación a investigar esa misteriosa referencia a los manteles, Darien empezó a subir la escalera hacia los aposentos. Al principio subió de a un peldaño, para preservar su dignidad, pero tan pronto estuvo fuera de la vista del personal, continuó el resto de a dos y de a tres. Sentía como algo vivo la malla de seda con perlas en su bolsa. La frustración de su improductiva misión durante la semana pasada fue relegada al olvido por el deseo de ver a su mujer.

Ella no estaba en la habitación grande, pero la puerta del dormitorio estaba abierta.

Llegó hasta allí con el corazón brincándole en el pecho. Al principio ella no lo vio; estaba en el otro extremo de la habitación, de espaldas a la puerta y con una escoba en las manos atacando industriosamente el polvo que había tenido la temeridad de alojarse ahí. Llevaba una especie de vestido de diario, feo, que él no había visto nunca, y en lugar de los acostumbrados velo y griñón, tenía un pañuelo atado a la cabeza. Por el borde del pañuelo se veía un asomo de guedejas rubias, y cuando se volvió, quedaron a la vista las que se le habían escapado por los lados.

Al verlo ella se detuvo, con las manos rodeando el palo de la escoba.

-¡Vos!

Él parpadeó y paró en seco en la puerta.

-Eehh, sí. Acabo de llegar. ¿Me... me echasteis de menos?

Ella entornó los ojos y sus cejas hicieron lo posible por juntarse encima de su nariz.

-¿Echaros de menos? ¡Ja! -dijo, y reanudó su tarea, avanzando resueltamente con la escoba por los pies de la cama, hacia él.

-Ah -dijo Darien, desanimado-. Bien, bueno.

¿Qué había hecho, por todos los santos, para merecerse ese frío recibimiento?

Serena continuó barriendo. Con cada movimiento de la escoba se iba acercando más a la puerta y a él.

-Estáis estorbando.

Él consideró la posibilidad de discutir el asunto, pero se hizo a un lado educadamente.

Dos palmos más que se acercara y podría arrancarle el pañuelo de la cabeza y quitarle la escoba.

-Yo también estoy encantado de veros.

La Novia VendidaWhere stories live. Discover now