Juego de tontos

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Londres, fines de marzo de 1264

La vida cotidiana tomó de nuevo su ritmo, diferente del de Colmaine, pero no menos familiar. Zirconia, sin dejar de quejarse, finalmente le ofreció una especie de tregua, de mala gana y muy seca. Serena mandó hacer copias de las llaves y devolvió las originales a la gratificada aunque perpleja ama de llaves, que nuevamente pudo hacerlas sonar colgada al cinturón en sus andanzas de aquí para allá.

Serena no le dijo que en ningún momento había tenido la intención de asumir sus obligaciones, que solamente había deseado reafirmar su posición de señora de la casa desde el principio, antes de que se volviera imposible hacerlo. Ciertamente la mujer no entendería las sutilezas de esas maniobras políticas; para ella la vida era simple y directa, sólo una batalla con o sin cuartel para proteger su posición en la casa y mantener a raya a dos demonios gemelos: el polvo y los criados perezosos. A veces Serena se sorprendía envidiando esa visión del mundo tan sencilla.

Su mundo nuevo no era tan sencillo.

Echaba de menos Colmaine, a Berjerite, Karmesite y a todos los viejos amigos que había dejado allí, pero no se permitía pensar demasiado en eso. Su vida estaba en Londres; era. imposible cambiar eso, y cuando estaba en la cama con Darien y lo sentía moverse dentro de ella, comprendía que no lo cambiaría ni aunque pudiera.

Sólo le entraban las dudas durante las largas horas entre la aurora y la oscuridad. Por muy vehemente que se mostrara Darien por la noche, fuera de la cama de matrimonio no le ofrecía ninguna expresión de cariño, ningún ocasional tuteo romántico, ni revelaba ni un asomo de lo que pensaba o sentía. Siempre era cortés, comedido, pero tan distante como la luna. Ella habría entendido mejor las maldiciones y peleas, al menos estaba familiarizada con eso.

Sin embargo ningún hombre podría haber sido más generoso. Su yegua sólo fue el primero de muchos tesoros. Le regaló tela para trajes nuevos, un hermoso terciopelo marrón, un corte de lanilla verde y otro color azafrán con rayas azules, le compró una capa forrada en piel, un broche de plata, un peine, tres mallas de seda para el pelo y otro par de zapatos más finos aún que los suyos para la boda.

Jamás en su vida había visto tanta riqueza ni poseído tantas cosas finas. Entre ella y Molly habían hecho los vestidos con las telas; se ponía orgullosamente la capa, el broche y los zapatos. Sólo las mallas para el pelo seguían donde las había guardado, en el fondo de su pequeño arcón para la ropa. Pese a la generosidad de Darien, no lograba renunciar a los conocidos y seguros velos y griñones que la cubrían tan bien.

Tal vez le habría resultado más fácil usarlas si Zirconia no se hubiera tomado tanto trabajo en hablarle de Setsuna, la primera esposa de Darien. Una belleza radiante, le había dicho, de cara y figura hermosa, ojos marrones, cabellos verdes y la voz más dulce de toda la cristiandad. Una santa, una criatura gloriosa, un ángel entre las mujeres.

Nunca en su vida había sentido con tanta intensidad las imperfecciones de su humanidad.

Daba igual que Setsuna hubiera muerto hacía doce años, en la cama de parto, según le contó Zirconia, con una expresión que sugería que había más, si a ella le venía a bien contarlo.

Serena prefirió no preguntar más detalles.

Tampoco le había preguntado nada a Darien. No tenía el menor deseo de despertar a viejos fantasmas, suponiendo que aún anduvieran por la casa. Darien nunca hablaba de su primera mujer, y ella no había encontrado ningún vestido, ni chucherías ni joyas escondidas en alguna parte como recuerdo.

No había buscado mucho tampoco. Los secretos del pasado bien podían quedarse en el pasado. Lo único que deseaba era asegurarse el hoy y los días venideros.

La Novia VendidaWhere stories live. Discover now