Londres... y el hogar.

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Darien alejó de Colmaine a su pequeño grupo con tal estruendo y revuelo que los aldeanos dejaron sus campos para seguirlos junto con un tropel de niños harapientos, todos gritando como una bandada de cuervos enloquecidos. Una manada de perros les iba pisando los talones, y una gallina que se aventuró osadamente a ponerse en su camino escapó por un pelo de quedar aplastada por los cascos de los caballos; alcanzó a escapar, chillando y, aleteando en indignada protesta dejando dos plumas de la cola girando en la polvareda. En alguna parte de la aldea, un asno rebuznó su despedida.

Los niños fueron los primeros en renunciar a la persecución. Los campesinos continuaron mirando, con las manos levantadas para hacerse visera del sol de la mañana, hasta que casi se perdieron de vista Los perros, jadeantes y ladrando, fueron los últimos en abandonar la persecución; Darien les imponía un paso demasiado enérgico, incluso para su afición al deporte.

Había otras bestias en los talones de Darien que lo acicateaba con más fuerza que esos perros flacos, principales entre ellos, la repugnancia el desprecio y una urgente necesidad de respirar aire no contaminado por la bebida la suciedad y el estiércol. Por encima de todo estaba su indignación por la grosera crueldad con que sir Kenji despidió a su única hija.

Todavía veía su cara cuando su padre le rugió que se marchara. Se le encendieron las mejillas, se le tensó la boca y apretó los labios, pero se sostuvo con un orgullo que desmentía su dolor. Y todavía sentía la mano el temblor de sus dedos cuando se inclinó a agradecerle el regalo de la yegua, la forma como le brillaron los ojos de gratitud y de alivio de que por lo menos él no la dejara en ridículo delante de su gente.

Dado que la había abandonado esa mañana, le dolía recordar esa gratitud.

La disposición de sus acompañantes de adaptarse a su paso no duró mucho. Aún no acababa de desaparecer de la vista el castillo de Colmaine cuando, uno a uno, mercaderes, criados y guardias pasaron del galope al trote rápido, del trote rápido al trote lento y del trote lento al paso, con los hombros caídos. Sólo los guardias se esforzaban por parecer alertas, pero sus caras grises y labios apretados revelaban lo que les costaba su atención al deber.

Darien reconocía los síntomas; todos, criados y amos por igual, estaban sufriendo el castigo de haber bebido demasiado y dormido muy poco. La pinta de cerveza y el pan añejo de la mañana no habían sido suficientes para aliviar las punzadas del hambre, y mucho menos los malestares de los excesos de una noche.

Los únicos que aún no estaban llamados a expiar sus pecados eran Serena, Helios y él, y lady Serena no parecía más inclinada a la conversación que él. Eso dejaba a Helios la tarea de llenar el silencio.

El muchacho, que se las había ingeniado para poner su caballo entre ellos, se lanzó a la tarea con franca buena voluntad, feliz como un arrendajo curioso de aprovechar cualquier pretexto para amenizar el tiempo con parloteo y el cotilleo que viniera al caso. Daba la impresión de que el muchacho se había convertido en partidario de su señora esposa. A Darien le dolió pensar que ella pudiera tener necesidad de uno.

-Hace un día muy hermoso, milady -estaba diciendo Helios con el aire de quien ha hecho un gratificante descubrimiento-. Fría, sin duda, pero brilla el sol y el azul del cielo es como para rivalizar con el manto de la misma Virgen.

Por el rabillo del ojo Darien vio a lady Serena mirar a Helios y sonreír, y después de cierto titubeo, volverse a mirarlo a él.

-Si el viento impide que las nubes oculten ese azul entonces bienvenido el frío -dijo-. Casi no hemos visto el sol durante más días de los que me gustaría contar, y sin embargo ayer sí salió, manso como un perro obediente. Eso es buen presagio, creo.

La Novia VendidaWhere stories live. Discover now