Estallido

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El día que los H.A.V. llegaron a Inglaterra

25 de septiembre de 2020

Iriana

Recordaba que la vida me había sonreído aquel día. Las aves habían trinado en los árboles, justo al lado de mi ventana que daba al abeto. Mi madre había hecho tostadas y su aroma se extendía hasta el piso de arriba. Mi padre hacía rato que se había marchado, seguramente a cazar alguna otra empresa. Siempre se iba pronto. Pero ese día nada podría opacar mi buen humor.

Hacía un par de meses había conseguido aplicar para una escuela de artes. Mi hobby era dibujar, adoraba hacer personajes sacados de mi propia imaginación, mujeres poderosas portando armas tales como espadas o armas de fuego. También hacía escenas de lucha y uno que otro boceto infantil para mi vecina Melody. Era una de las razones que me mantenían con los pies en la tierra.

La institución no estaba lejos de mi casa, pero quedaba en el centro y no podía ir caminando. Matt me pasaría a buscar para ir juntos al destino más esperado por ambos. Estaba nerviosa y emocionada en partes iguales, necesitaba descargar la tensión en el gimnasio, pero sabía que no había tiempo para eso.

Me levanté de un salto, sintiendo mis extremidades lánguidas endurecerse por el frío de Inglaterra. Aun así, tuve el atrevimiento de elegir una falda negra y unas mallas del mismo color para no tomar un resfriado. Me coloqué una camisa verde que hacía juego con mis ojos y me calcé mis botas con un poco de tacón. Mi cabello, usualmente lacio, estaba hecho una maraña de nudos que no pensaba desenredar. Tomé una goma del tocador y me hice un rodete improvisado. Perfecto, así no daba la impresión de que era muy profesional o excesivamente informal.

Me miré en el espejo de la puerta y me di el último visto bueno. Ya que no tenía más que arreglar, porque sería para peor y nunca saldría de casa, bajé las escaleras como si fuera un Fórmula 1. Mi mamá, siempre alegre y atenta, me acercó un plato con las deliciosas tostadas rellenas con miel, y una taza de café humeante.

―Buenos días, mi amor —dijo con ternura.

―Hola.

Besé su mejilla y me senté junto a ella en la isla de la cocina.

―Desearía que te quedes conmigo un poco más. No quiero que mi bebé se independice.

Reí con soltura y mordí un aperitivo. Ella siempre se había preocupado por mí en exceso, desde que había sufrido cáncer a los siete años. Comprendía que perderme era insoportable, aunque fuera a vivir a un apartamento en el centro. Porque sí, el mundo me sonreía y había conseguido también un trato con una agencia. Gracias a la beca y al trabajo que había conseguido, podría permitirme pagar el alquiler durante un par de meses hasta que reuniera el dinero necesario para comprarlo.

Obviamente papá quiso hacerlo por mí, pero insistí en que quería hacerlo por mi cuenta. Iba a cumplir veinte años, que viviera con mis padres era motivo de burla de mis amigos, en especial de Matthew. Él compartía la casa con su abuelo, pero ya era demasiado viejo como para sostenerse solo, así que no iba a competir por él por eso. El anciano se estaba acercando a los cien años y era una suerte que su vista siguiera funcionando. Matt lo llamaba su gran milagro.

Hablando del rey de Roma, el timbre sonó, retumbando por todos lados.

―Llámame cuando estés allá ―pidió mamá antes de abrir la puerta.

―Te lo prometo. Lo haré también cuando acabe la entrevista.

Me fui antes de que empezara a llorar.

2. La olvidada ©Where stories live. Discover now