Tormento

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26 de febrero de 2022

Los camiones se detuvieron en la puerta de la casa. El flanco izquierdo estaba destrozado, la pared había sido tirada abajo por alguna fuerza extrema, dejando al descubierto una parte de la cocina y el salón. Por allí entraron.

Dentro, todo estaba quieto, como si el silencio fuera una entidad viviente que habitaba en el aire mismo. Había tazas humeantes en la isla de mármol, lo que indicaba que habían estado allí recientemente, o que estaban cerca. De todas formas, ellos tenían un trabajo que hacer, no importaba cómo, mientras diera resultado.

―Cuiden sus espaldas, muchachos. Ojos bien abiertos ―dijo el hombre que estaba al frente. Estaba a cargo de la misión de extracción. Sus subordinados obedecieron al instante.

Armas preparadas, investigaron todo el interior. El salón estaba destruido, como si alguien lo hubiera revuelto en un ataque de ira. Había una foto en la mesa de luz, eran los dos sujetos junto con un anciano. Este los abrazaba a los dos y sonreía alegremente. El vidrio estaba roto en la esquina superior. Esa fotografía era lo único que parecía darle vida a ese hogar.

―Sujetos a las cuatro en punto ―avisó el teniente.

Antes de que pudieran reaccionar, dos personas, un hombre y una mujer, salieron de las escaleras blandiendo espadas como guerreros medievales. El hombre sostenía unos cuchillos extraños y cortaba piel y tendones con la facilidad con la que se mata un mosquito. Los cuerpos cayeron con rapidez, la resolución en sus rostros les enseñó lo que ya sospechaban: ya estaban completamente perdidos.

―¡Rápido! ¡Traigan la red! ―gritó uno de los soldados mientras esquivaba por los pelos la katana de la mujer. Ella emitió un sonido bestial, un gruñido desde lo más profundo de la garganta. Estaba ansiosa por matarlos a todos, ver sus vísceras esparcidas por el suelo y quemar sus cuerpos en la bodega a unas cuadras de distancia.

Hubo una explosión azul y los sujetos gritaron. La electricidad les quemó las manos cuando intentaron quitarse la red de encima. La mujer lloriqueó y soltó el arma, exigiendo saber quiénes eran, por qué estaban haciéndole eso a ellos, y que por favor los dejaran salir. Sin embargo, los hombres solo escucharon su grito de agonía y se regodearon por haberlos atrapado.

―Dos más a la lista, capitán.

―Llévenlos a la camioneta.

Los metieron con violencia en la parte de atrás del vehículo y cerraron la puerta de un portazo. Los rehenes se miraron y enredaron los tobillos, una señal para tranquilizarse, que todo estaría bien y que podrían contra ellos. Sin embargo, cuando las puertas finalmente volvieron a abrirse y la claridad abrumadora los envolvió, se dieron cuenta de que no tenían oportunidad alguna contra esas personas.

Iban armados hasta los dientes con barrotes de electricidad azul y otras armas que solo podrían haber salido de un extravagante laboratorio tecnológico. Alguien había pagado una fortuna por esas piezas de guerra, y tal vez para capturarlos también. Se preguntaron cuántos más habría dentro, qué les habrían hecho y si habrían sobrevivido.

No hablaron. Por más que se dirigieron a ellos en incontables ocasiones, mantuvieron la boca cerrada, los labios sellados cual cemento. No gritaron cuando los bañaron con agua helada, quitándoles la mugre y la sangre seca. No pidieron ayuda cuando los metieron en batas blancas y los condujeron a un quirófano, pero sí que se resistieron con todas sus fuerzas cuando cientos de agujas amenazaron con clavarse en sus pieles.

Pelearon con cada fibra de su cuerpo, pero al final ellos terminaron venciéndolos.

La mujer respiraba con dificultad tras haber sido golpeada en la cabeza con un barrote de hierro. Quiso preguntarles si estaban en la época de las cavernas, pues nadie llevaba ya un barrote de ese tamaño. Su amigo sonreía por lo bajo, pensando lo mismo y en cómo disfrutaría desmembrándolos en el momento en que soltaran las correas que les envolvían las muñecas y las piernas.

2. La olvidada ©Where stories live. Discover now