1: ᴇʟ ʀᴇᴇɴᴄᴜᴇɴᴛʀᴏ

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El pasado, ¿por qué dolía tanto? Y soltarlo, ¿por qué dolía más?

Los altibajos de la vida, semejantes a una montaña rusa, iban de la mano con las personas. El tren que tomaban era una elección propia, al igual que sus destinos. Y el carrusel de los recuerdos siempre daba vueltas y vueltas sin parar en las mentes ajenas. Con una lucha interna que adormecía el café humeante de su taza, Leo Cheng se había quedado despierto toda la noche, pensando como un filósofo al caer el alba. Sus preguntas, ¿serían contestadas alguna vez? Si Dios existía, ¿podría pedirle que lo salvara de sí mismo? A ojos cerrados, el joven tenía mucho miedo de dar un salto de fe. Su mejor amigo, Xiao Kang, no lograba comprender la melancolía que lo embargaba; juntos sobrevivían en aquel país extranjero, teniendo como principio trabajar duro y esforzarse hasta alcanzar la cima. Por su parte, Kang no le prestaba atención a su costado emocional porque creía que era una pérdida de tiempo arrastrarse sobre los cristales rotos de su vida. Pero Leo, silenciado por el peso de la opinión que tenía su amigo, pasaba horas y horas en un estado de agobio que le nublaba la vista y el pensamiento. Quería centrarse en el presente tanto como Kang lo hacía, sin embargo, no se veía ni siquiera intentándolo. A sus veinticinco años, se sentía como un niño abandonado e inseguro. Crecer le dolía y, cuanto más adulto se hacía, peor era su letargo.

Una mano en su hombro lo hizo voltear con brusquedad, espantando a su mejor amigo recién levantado. El chico frunció el ceño mientras rascaba su cabello rapado, dando un bostezo que asqueó al otro.

—¿Lavaste tus dientes?

—Buenos días para ti también, Cheng. —Leo gruñó y frunció el ceño. A Kang había que recordarle siempre sus deberes, cosa que antes, había sido al revés cuando todavía estaban en Beijing, terminando la secundaria. Vaya que habían cambiado—. ¿Irás a trabajar hoy?

—Tengo que —dijo Leo, haciendo énfasis en su palabra. Frotó sus manos y caminó hacia el interior del dúplex para bajar a la cocina, seguido de Kang.

—Me ruge el estómago.

—Ve a lavarte los dientes, de una vez.

—Sigo esperando los buenos días, pero veo que hoy solo serán días... —se quejó Kang en voz baja. Pero Leo lo ignoró y no le quedó de otra que ir y asearse.


...


Un aguacero hizo acto de presencia. Las calles se volvieron espejos, los árboles en molinos de viento y las ventanas en lamento. El reloj dio las doce del mediodía y los parisinos sacaron sus paraguas para continuar su rutina sin molestar al cielo, ya que abril siempre les traía dichas precipitaciones y, así como llegaban, también se iban. Un paraguas blanco destacaba en una esquina, sostenido por una joven que siempre se hundía en sus pensamientos. Aquel chubasco solo había precipitado en demasía su pensar, dejando a Miriam metida en un trance de película que parecía un mar en el asfalto. El semáforo dio la señal y ella tardó en darse cuenta, cruzando dos minutos antes de que la luz roja cambiara. Un paso, lo dio en amarillo. El último, lo dio en verde. Y allí, Miriam despertó al escuchar que el gruñido de una motocicleta se hacía cada vez más fuerte, chocando con sus oídos.

El impacto que creyó que recibiría, nunca llegó. Leo había frenado justo a tiempo, apoyando un pie en el suelo resbaloso con aquellas botas que Miriam observó antes de alzar el rostro. Tembló, sin haber visto su vida pasar frente a sus ojos. Pero, frente a ella sí estaba un motociclista bien aturdido y enojado por su imprudencia, que no dudó en reclamarle al levantar la bisagra de su casco para ver más claro.

—¡Tiene que tener cuidado cuando vaya a cruzar!

—¡Perdón por eso! ¡Me distraje y...! 

«Creo que conozco esa voz», pensó Leo de pronto; se quitó el casco y sacudió la cabeza antes de ver con lujo de detalles de quién se trataba.

ᴜᴛᴏᴘɪ́ᴀ ©Where stories live. Discover now