7: ᴅᴏɴᴄᴇʟʟᴀ ᴅᴇ ᴍᴀᴅʀᴜɢᴀᴅᴀ

36 7 43
                                    

Miriam había saludado a su padre con una sola intención: preguntarle si podía llevarla al hospital. Él no la miró, ni dijo nada hasta que un semáforo sangró, dejando en claro con su boca sellada que no estaba de buenas para hacer o decir nada. Temblorosa, la joven a su derecha se quedó callada, viendo el correr de los edificios a través de la ventanilla, guardándose sus palabras para después. Casi llegando a destino, Miriam tuvo un extraño sentimiento; sus latidos se tiñeron de nostalgia y algo la movía a orar por alguien, pero por más que intentó saber por quién, no lo consiguió. Hubo salido de su trance cuando el señor Boyer apagó el coche, haciendo un tintineo con sus llaves, llamándola. ¿Por qué se veía tan molesto?

Después de cenar, un nudo en la garganta de Miriam le hizo recordar la vez que trató de mencionarle a sus padres sobre su amigo, y por la reacción de éstos no lo había vuelto a mencionar para evitar rencillas. Sólo David sabía de eso, a medias, porque sabía de ese chico, pero no cómo se llamaba. Y aún después de haberlo visto interactuar con su hermana aquella noche en la pizzería, Miriam no le había dicho: "Leo, el repartidor, es ese amigo". Ella decidió ser prudente; y eso, era mil veces mejor que mentir.

Habiendo terminado de asearse y ponerse una prenda cómoda para dormir, el silencio de la madrugada despertó a Miriam, con un roce invisible y tranquilo. Las ganas de orar volvieron a ella y, convencida de que ya no quería dormir, cerró sus ojos y puso una mano en su pecho. Pidió a Dios que quien estuviera pasando por un mal momento, sintiera la Paz, la Esperanza y la Fe para continuar viviendo; pero, por sobretodo, que el Amor sobrepasara lo imposible. Al terminar, Miriam secó sus lágrimas y se fue quedando dormida, sin saber lo próximo a vivir en el mes.

—¿No irás a trabajar, Miriam? —le preguntó su madre en el desayuno, extrañada al ver a su hija tan tranquila.

—No, mamá —contestó ella, sirviendo el té para ambas—, por ahora, no iré. La niña de los Girard se accidentó y tuvo que quedarse en el hospital. —Un silencio hizo que Miriam mirara a su madre con una súplica implícita. Prosiguió—: Quise ir a visitarle, pero supuse que papá estaba cansado, así que no pude pedirle que me llevara a verla.

—Yo te acompañaré. Apúrate a desayunar, por favor.

La señora Boyer tenía el rostro firme hacia el frente, pero sus ojos parecían cerrados viendo hacia abajo con rigurosidad. Su actitud no impidió que Miriam sonriera al observarla, comprendiendo que su madre, a veces, podía ablandar su corazón frío. No tardó mucho, imaginando que la pequeña Mimí estaría muy feliz de tener cerca a su niñera, y a sus padres, igual. Era sabido que los Girard eran una familia rica y de muy buen sostén financiero, consumiendo el tiempo como quien consume una gran cantidad de azúcar. Lo que lamentaban en sus viajes, era no poder estar con Mireia, la niña de sus ojos. Se sentían culpables, sí, pero la excusa más común que tenían era: trabajar para que a su hija nada le faltase. Miriam los comprendía, pero cuando Mimí merendaba con ella, el corazón de la mayor se estrujaba al tener que secarle las lágrimas mientras la oía extrañar a sus padres. El accidente, de alguna forma, había logrado reunir de nuevo a la familia Girard, sólo que el tiempo siempre era un impedimento para ellos. Y si algo rogó la pequeña Mimí un día que le preguntó a Miriam cómo orar, fue que sus padres no tuvieran que trabajar tanto para estar con ella.

El hospital estuvo a la vista, así que las Boyer apresuraron sus pasos y parando en la recepción, la enfermera les dijo:

—La habitación que buscan es la 110.


...


La vista de la ventana era lo único que Leo podía ver para entretenerse, o bueno, aburrirse. Su rostro se había endurecido, lastimados sus labios al morderlos por el dolor que se clavaba en su torso cuando intentaba moverse. Su segundo día en aquel hospital lo detonaba hasta atribularse con el simple hecho de pensar que no podría volver a vivir normalmente. No era estúpido, sabía lo que una fractura de cadera significaba en su caso, opacando al resto que hubo padecido lo mismo como si el mundo sólo girara en torno a él, a Leo Cheng y nadie más. ¿Por qué él? ¿Por qué, después de sufrir tanto, tenía que sufrir más? Su derrotismo no lo dejó ver más allá, ni tampoco fue capaz de verse con vida, a pesar de todo, no viviría como él creyó que lo haría. Pensó eso con rabia, con rencor. Miró que el cielo se despejaba hasta dar de nuevo el Sol, y encaró a su Creador, pensando: «Tú me quitaste mi vida. ¿Qué más quieres quitarme, Dios?».

En ese momento, Xiao entró con un semblante más radiante y más abierto a la paciencia que lo que antes reflejaba. Sonrió al ver a su hermano, queriendo abrazarlo con todas sus fuerzas, pero se contuvo y se sentó en un pequeño sofá, entre la cama y la ventana. No lo dijo, pero notó que Leo tenía el rostro marcado con lágrimas nuevas y secas. No mentiría, aquello lo devastaba. Pero, por su hermano, sería fuerte y cargaría con él de ser necesario.

—¿No dirás nada? —curioseó Leo de repente, frotando su rostro con una mano tras haber fingido un bostezo que ocultó su razón de llorar. Xiao negó, estirando sus piernas hasta cruzarlas, pie sobre pie.

—Nada que pueda hacerte llorar, hermano.

Leo entrecerró los ojos. Algo en Xiao estaba distinto, pero se mantenía tan neutral que las sospechas pasaron a segundo plano.

—¿Hablaste con el doctor? —preguntó.

—En el ascensor lo vi, pero no me dijo nada. Estaba hablando por teléfono, así que, vine para acá directamente.

En el silencio, Leo sintió su garganta seca, así que con señas le pidió a Xiao que fuera por agua. Sin rezongar, el menor asintió y se levantó, siendo un poco envidiado por su querido hermano. Al alejarse hasta los ventanales del pasillo, la risa de una niña se destapó en cuanto una chica abrió la puerta del cuarto 110, riendo igualmente. Xiao se detuvo en la sala de espera, sirviendo agua en un vaso descartable mientras pasaba desapercibido, hasta que volteó, casi chocando con el hombro de una bella parisina que lo miró con sorpresa.

—¿Miriam?

—¡Xiao!

Ahora, eran sus risas las que se mezclaban en aquel sitio, recibiendo una hermosa vista desde los ventanales.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó ella, sirviéndose agua también.

—Nada. Acompaño a mi amigo, se accidentó el domingo y estoy tratando de hacerlo sentir mejor.

—Dios mío, lo siento mucho, de verdad. —Xiao sonrió, evitando la angustia—. Puedo saber... ¿Cómo se llama? Así, puedo orar por él.

La Miriam de mirada tierna sintió un escalofrío en cuanto oyó su nombre:

—Leo Cheng.



ᴜᴛᴏᴘɪ́ᴀ ©Tempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang