20: ʟᴏ ɪɴᴄɪᴇʀᴛᴏ sᴇ ᴠᴜᴇʟᴠᴇ ᴍɪʟᴀɢʀᴏ

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¿Tiempo? No había que perderlo.

Habiendo sembrado con lágrimas, la espera podría ser valiosa al final. Pero la esperanza colgaba de un hilo y el dinero se afanaba en sí mismo para excusarse de que era realmente urgente tenerlo todo. No quería pensarlo de ese modo, pero Xiao estaba desesperado por culpa de la recepcionista, quien no dejaba de recordarle cada vez que pasaba limpiando el suelo, por esa bendita cuenta de hospital. De lo contrario, la mujer amenazaba con que iría a dar aviso a los directores de dicho edificio, así que, o pagaba o... pagaba.

Xiao estaba en la conserjería, pensando qué haría. No quería pedirle dinero a nadie de la Iglesia, para él, no era lo correcto. Tampoco quería acudir a la pizzería donde Leo trabajaba, ya que sus antiguos jefes no querrían cooperar sin algo a cambio, así que, estaban descartados de las posibilidades. No. No tenía de dónde sacar el dinero. ¿Y si...? No, no tenía a nadie que se lo diera sin devoluciones. Y pronto, volarían a Beijing, sin nada como al inicio de su viaje. Pero, sin pagar, Leo no sería dado de alta. Entonces, ¿qué podía hacer?

Sólo tenía el carrito de limpieza. Lo empujó con los párpados pesados y agotados, pues había limpiado casi todos los pasillos durante la noche, descansando en varios rincones, o bueno, dormitando, hasta que el sol salió a su encuentro en los ventanales de un baño. Antes de salir de ahí, Xiao se echó un salpicón de agua en el rostro y dejó su cansancio en el lavamanos. Tenía que seguir trabajando. Y cuando tomó de nuevo el carrito, una niña pasó corriendo cerca de él, tropezando de bruces al suelo. ¿De dónde rayos había salido esa pequeña?

Y para empeorarlo todo, el seguro del carrito se salió de control, chocando con uno de los ventanales que daba hacia un balcón, haciéndose trizas en cuanto el carrito los chocó. Genial... Ahora tendría que pagar ese cristal roto también.

—¡Mireia! ¡Ven acá!

—¡No nos hagas contar hasta tres!

Xiao volteó a ver a esos padres que, enfurecidos, se acercaban hacia la niña que se había escondido detrás de él, tironeaba de su ropa y negaba con la cabeza, intentando escapar del inevitable regaño que recibiría por su travieso juego de escape. Volvió a ver que unos enfermeros corrían a ver si no se habían lastimado con los cristales y, gracias a Dios, ninguno había saltado contra los cuerpos de los involucrados. La madre de la niña trataba de sujetarle el brazo, mientras su esposo se disculpaba con el resto de los presentes, sobretodo, con Xiao. Pero él, lejos de sucumbir a la ira, llamó a la amabilidad y se aseguró de que no cayera toda la culpa en la pequeña Mireia, quien no lo soltaba aún.

—De verdad, lamentamos esto, joven —dijo el hombre, cohibido ante la atención que estaba recibiendo sin querer. Su esposa continuó hablando luego.

—¡No queríamos causarle este semejante problema! —ella hablaba con un tono exagerado, algo irritante, pero comprensible en una madre sobreprotectora—. Esta niña, siempre se zafa de mi mano cuando ve la oportunidad y...

Un sollozo descolocó a todos; la niña lloraría.

—Tranquilos, de verdad, fue sólo... un accidente —Xiao le estaba exigiendo demasiado a sus pulmones en ese momento, ya que temía todo lo que se le avecinaba por el alboroto. Volteó hacia los enfermeros que intentaban limpiar los vidrios—. ¡Déjenlo! Yo lo limpiaré todo.

¿La desesperación se notaba en los ojos? Porque quizá fue eso lo que vieron esos torpes padres en la mirada del joven conserje. La niña ahora corrió hacia las piernas de su madre y la abrazó, siendo su actitud un lenguaje de perdón que no necesitaba palabras. Los Girard entonces, suspiraron y de igual forma se miraron entre sí, con el ruido de los vidrios siendo recogidos por Xiao, cuan alma que junta su propio polvo.  Ese cristal le costaría demasiado dinero.

—¿Podrías aceptar que paguemos los daños por ti? Lo que quieras pedirnos, estamos dispuestos a dártelo también.

Xiao no iba a permitírselos, pero... ¿qué haría él sin esa ayuda, por poco caída del mismo cielo? No podía ser orgulloso cuando de buena gana le estaban ofreciendo una mano, además, lo necesitaba, y mucho. Se quedó un largo rato pensándolo, hasta que asintió con una media sonrisa y la niña le pidió disculpas en cuanto se sintió segura de hacerlo.

«¿Lo ves? Dios está en el asunto».

Ciertamente, lo estaba.


...


Leo había encontrado un pasatiempo para amansar su aburrimiento: dibujar. La cómoda a su lado tenía una libreta olvidada en el primer cajón, con un bolígrafo enganchado en su espiral y algunos viejos escritos de su primer dueño. No le importó mucho eso, ya que los arrancó y los dobló para guardarlos de nuevo en el cajón; las páginas limpias serían su diversión de ahí en adelante. Los garabatos se le daban bien, como cuando dibujaba en las paredes del colegio después de fingir que iba a la enfermería. Si el patio de atrás de aquella secundaria hablara, mencionaría las veces en las que Cheng lo había plagado con sus "obras de arte".

Esto hubo hecho: un perrito, una motocicleta (típico suyo), caracteres chinos, caritas con distintas expresiones y tamaños. ¿Qué más podría hacer? No se le ocurría demasiado estando encerrado. ¿Y si escribía...? Nunca había pensado en dejar sus pensamientos regados en un diario, hasta entonces. Por probar, comenzó a escribir lo que se le viniera a la mente, viendo de a ratos hacia la ventana, buscando en ella alguna idea...

—Me rindo, esto no es lo mío —dijo, frustrando su expresión como si hubiera comido un limón de una. Arrancó la página donde escribió y la arrojó lejos, en un bollo.

Extrañó las canciones que Miriam solía poner en sus ejercicios. De nuevo, tomó la libreta y comenzó a garabatear, con algo más de empeño en sus trazos, el rostro de su amiga. Resaltó sus mejillas y sus grandes ojos, soltando su cabello en ondas y, cielos, esa sonrisa que no olvidaría ni borraría de sus memorias jamás. Sencillo, pero dejó el dibujo terminado, con todo y firma, ansiando regalárselo a la "musa inspiradora" en cuanto volviera a verla, quizá, antes de partir en el aeropuerto.

"... Ella me hará falta...", decía una parte del papel.

Dios, sí. Leo extrañaría a Miriam, y mucho.


ᴜᴛᴏᴘɪ́ᴀ ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora