13: ᴄᴀʀᴀs ᴠᴇᴍᴏs, ᴘᴇʀᴏ ᴄᴏʀᴀᴢᴏɴᴇs...

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Tan de repente, todo estuvo de cabeza...

Dicen que caras vemos, pero corazones, no sabemos. Y si algo compartían en común Leo y Miriam, era esa misma frase: sus rostros denotaban un concepto, mas sus corazones latían en distintas direcciones; o terminaban en torbellinos, o lograban hallar la salida de su laberinto. Pocas eran las atenciones que tenían para sí, porque no estaban muy familiarizados consigo mismos, al menos, no del todo. Había evitado llorar al ver que sus padres se distanciaban definitivamente; un "Para siempre" extinguido en el árbol genealógico que habían talado por decisión propia, así lo veía Miriam en el silencio de su cuarto. A sus espaldas, como si los estuviera dividiendo un cristal, Leo era su reflejo, pues él prefería bajarse de las ramas familiares, cortando su propio ser del árbol genealógico, ignorando por completo el concepto del perdón. ¿Quién era él para ser perdonado? ¿O para otorgar perdón, teniendo justificadas sus razones? Cada madrugada era un filo para su carne, atravesando las cortinas de su alma. Por eso, aunque su boca dijera un sinfín de mentiras llenas de rencor, era contrariado por sus latidos al sentir que el dolor le quemaba y le recordaba siempre que debía ser menos duro consigo mismo, o sino, dañaría a los otros, queriendo o sin querer. Miriam no se alejaba de pensar en el quizá de su futuro familiar, pero nunca había admitido frente a su Dios de palabra, que su familia le había dado fuertes dolores de cabeza al llorar por ellos bajo el alba y bajo la noche. Ella temía fallarle a Dios si cruzaba esa línea entre su amor por Él y su humanidad en la Tierra. Aún sabiendo, que en el mundo todos tendrían aflicciones y problemas, ella sentía que moriría si algo salía mal en sus acciones y actitudes. Pero, por la separación de sus padres, algo en Miriam había abierto una herida que, si ella no se sinceraba con Dios al respecto de sus verdaderos sentimientos, entonces... no sanaría de la mejor manera. En algo, se refugiaría, pero... ¿Y si se refugiaba en un corazón roto e igual de herido?

«Estoy solo...», pensaba nuestro muchacho, sin mirar nada más que sus manos apoyadas sobre su regazo. Hundía las uñas bajo las otras, saltando con su pulgar en cada dedo hasta regresar al índice y viceversa. Una mezcla de aburrimiento con pesimismo, así era su imagen, tachándose de miserable por no haber tenido en cuenta lo que sus palabras habían provocado anteriormente, y ojalá hubiera rogado por volver hacia atrás para haber sellado su boca. Miró el sofá, trepando hasta ver el cielo gris de la ventana y recordó el día que había sido echado de su casa, tal y como su padre le hubo dicho que haría si volvía a traerle problemas por causa de su "rebeldía" con los estudios. Poco le importaba a Leo Cheng ser el mejor estudiante de su generación, cuando afuera de ese mundo, la realidad de un empleo digno sólo se podía dar si conseguía pasar por encima de los demás y ser exitoso. Rebobinó su pasado, luego de haberlo enterrado en ese mismo cielo gris, negando la verdad: extrañaba, un poco pero lo sentía, a su madre. Por años, no había querido volver a saber de ella, ni de su padre y familia, en general. Ya ni siquiera lograba traer su rostro a memoria... Masculló de rabia. ¿Por qué tenía que recordar todo eso? Si le habían dejado muy en claro que no querían tener a un hijo "bueno para nada". Leo lamentó incluso, tener que estar atado al apellido Cheng de por vida, pues cuanto lo odió por recordarle a su familia paterna. Le dolió el pecho y lo cubrió con una mano, deseando en su interior que sus padres nunca fuesen a buscarlo.

Una... dos... y tres gotas de lluvia comenzaron a precipitarse en la misma ventana, con los mismos escenarios y los típicos susurros de un aguacero que duerme a quien se concentra demasiado; Leo cerró los ojos y durmió todo lo que su noche anterior no pudo. Lo odiaba, pero ya comenzaba a acostumbrarse al crudo invierno que reinaba en su habitación.

No lo quiso, pero se acostumbró.


...


Al no tener que cumplir con la rutina de su hogar como antes, Emma le pidió a Miriam que la acompañara a un chequeo médico y, dicho sea de paso, para que pudieran despejarse un poco de tantos problemas que asimilaban apenas. Con rigidez, la joven de atuendo decoroso se inclinó un poco para sentir el viento en su rostro, tras sentarse junto a la ventana del bus con el hombro de su madre a un lado. El coche del padre les haría mucha falta, pero Bastian se había marchado a una vida campestre y sólo se lo había hecho saber a David, dejando a Emma con la duda y a Miriam con un nuevo sabor que se salía de su zona de confort: uno muy amargo. Ella no era de pensar en los demonios, pero, pudo imaginar que éstos se estaban riendo de su situación como nunca antes lo hubieran hecho: su familia arruinada, ¿qué más le pasaría? ¿De verdad, qué más tendría que enfrentar? Su confianza estaba siendo conmovida, su fe, su esperanza... Una prueba que no quería vivir, mas la estaba viviendo y sin entender el por qué.

—Lo que me faltaba. Olvidé traer el paraguas... —se quejó de golpe su madre.

Entre esquivos y salpicones, ambas féminas habían llegado al hospital con los labios algo violáceos por el repentino aguacero frío. Se secaron un poco con sus propios abrigos y caminaron a la recepción; las enfermeras saludaron a Miriam con efusividad, ya que la reconocieron como la "amiga del paciente 105", tras haberlo visitado las veces anteriores en sus rehabilitaciones. Gracias a eso, fueron más amables de lo normal, ayudándoles al entregarles unas toallas y brindándoles un vasito con té caliente para recuperar algo de calor. Confundida, Emma agradeció sus atenciones, seguida de Miriam, que no dejaba de preguntar por el doctor Richard y por su amigo. Éste último dormía, soñando que corría y saltaba sin molestia alguna.

—Mamá, ¿recuerdas que te hablé de Leo? —Miriam volteó con una sonrisa que pretendía quedarse libre para ir a ver al susodicho. Emma miró hacia abajo, bebiendo su café y actuando indiferente.

—Sí, ¿por qué?

—Pues... ¿Me dejarías ir a verlo, después?

Emma iba a negarle su petición, pero se detuvo en seco: no quería apartar a su hija de ella, no cuando su ex-esposo ya se había adelantado a hacerlo. No, ella iba a ser diferente, aún si tuviera que esforzarse más de la cuenta, porque no cambiaría de la noche a la mañana. La vida amarga que llevaba en su interior todavía echaba raíces, así que arrancarlas le tomaría mucho tiempo y sacrificio. Terminó su café y antes de volver a la recepción por su turno, le dio a Miriam su permiso.

Los ventanales acunaban las gotas del aguacero, presenciando los toques del tacón de los mocasines blancos de Miriam, habiendo llegado al pasillo predilecto; su cabello se mecía de un lado a otro, anhelando poder reencontrarse con esos ojos negros, comparándolos con las semillas de café que el susodicho amaba tanto. ¿Podía compararlos con algo más que no fuera eso? La chica ahogó las risas que sus propias ocurrencias le cosquilleaban, frenando justo en la puerta que conocía demasiado, como para ir y volver a ella sin memoria. Peinó algunos locos mechones por detrás de sus orejas y, acto seguido, entró sin que el maullido de la puerta la delatara. Ahí estaba él, durmiendo con todo ese fleco tapándole la mitad de la cara. Lo triste era que las clavículas suyas sobresalían un poco más de lo normal, por lo que Miriam se preocupó: ¿Leo estaría alimentándose bien? Si comer era lo primero que necesitaba su cuerpo para poder estar fuerte y digerir mejor sus progresos al ejercitarse. No dudaba de que el doctor Richard o los enfermeros le dieran comida, pero entonces... ¿Sería posible que Leo se estuviera saltando sus comidas? De ser así, ¿cómo lo hacía? Miriam buscó y buscó indicios, percatándose de un cubo de basura que estaba a la izquierda de su amigo y, ahí estaba la respuesta. No revisó el interior con sus manos, pero ya con abrir la tapa del cubo pudo ver que algunas porciones de comida estaban envueltas en servilletas, simulando ser bollos sin importancia. La joven tapó con cuidado el cubo de nuevo, caminando hacia el otro lado de la cama, apoyando su mano en el hombro derecho de Leo para que éste se despertara. Pero, se quedó quieta a mitad de camino, y rozó el fleco del chico para apartarlo de sus ojos. ¿Estaría soñando, o por qué todavía no se despertaba? Ya no fue un roce: la palma de Miriam se apoyó con todo en la cabeza de Leo, desmantelando su sonrisa con el relámpago que había dado su respuesta.

—¡Tiene fiebre!


ᴜᴛᴏᴘɪ́ᴀ ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora