17: ᴜɴ ᴀ́ɴɢᴇʟ ᴇɴᴠɪᴀᴅᴏ ᴘᴏʀ ᴅɪᴏs

36 6 55
                                    

Leo tenía muchas preguntas con respecto a lo que venía atravesando esos últimos meses. Había puesto los pies en París, buscando huir de lo que creía una montaña en su camino, para luego, tener que darse cuenta de aquel vacío en su interior: el mismo, ya no era un pequeño hueco en su pecho, ahora, era un océano sin fondo en el que estaba hundiéndose cada noche. Suspiró, sentándose en el borde de la cama con cuidado, oyendo el caos de su mente, suplicando por un poco de paz. ¿Había alguna alternativa para no tener que ver a su familia de nuevo? Reflexionaba y suspiraba, agobiándose ante el peso de su cruz. De repente, extrañó su época de niño, cuando su madre era tan cariñosa como una brisa, dándole dinero para que comprara algo delicioso para el almuerzo. Por mera emoción, Leo sonrió. Pero, no por mucho.

La luna estaba resplandeciendo en medio de su niebla, tiñendo los relieves del muchacho de azul y plata, buscando que éste elevara una vez más esas quejas y dudas al Creador de los cielos. Su dolor derramado no había sido ignorado nunca, por lo que, Leo titubeó y, luego de un mísero suspiro, volvió a dudar de Dios a palabra suelta. «¿Por qué no me sanas? ¿Por qué tengo que sufrir por lo mismo cada día? ¿No se supone que tienes el poder para hacerlo? ¿Por qué, Dios? ¿Qué quieres de mí?». Cada sílaba era como caminar sobre brasas... Caminar. Eso mismo hizo Leo, volviendo a intentarlo, ya sin fuerzas ni ningún rastro de esperanza que lo pudiera iluminar. Tambaleó despacio hacia la puerta, sintiendo el frío del manubrio como un corrientazo, asomándose primero para que nadie lo viera salir. «La azotea... ¿dónde estará?», pensaba, dando pasos que lastimaban su andar. Las escaleras no eran una opción del todo prudente, pues aún las piernas le dolían. Buscó el ascensor primero, rogando que de ahí tampoco saliera nadie. «Nadie va a salvarme...», volvía a apuñalarlo su pensar, conforme el ascensor levitaba hacia su límite, abriéndole paso en cuanto las puertas revelaron al muchacho, y se topó con el cielo parisino teñido de azul. Su cabello dio contra el viento en un oleaje violento, intentando que Leo entrara en razón, pero para él ya estaba cerca de su ansiada "paz". Por fin, concretaría lo que en su adolescencia había intentado: acabar con su vida. Dio tumbos, apoyando las palmas en el muro que también lo detenía, temblando de frío y de miedo. No iba a detenerse a recordar a sus seres queridos, amistades, a nadie. Iba a hacerlo, sin despedirse, y punto final. Mordió sus labios antes de tomar coraje, intentando apoyarse de sus brazos para poder subir y pararse sobre el muro. Daba igual si dolía una última vez. Pronto, dejaría de sufrir y...

—Qué triste es rendirnos, ¿no lo crees así, muchacho?

Leo dejó de forcejear y se quedó perplejo mirando sobre el muro. ¿No estaba sólo en realidad? ¡Si estuvo seguro de que nadie estaba ahí! Tragó saliva; no volteó del todo, porque temía estar alucinando.

—Yo ya me rendí —respondió, aturdido.

—Piensas demasiado en obtener las respuestas, cuando todo lo que tienes que hacer es precisamente eso que estás haciendo ahora: respirar y estar quieto.

Leo negó con incredulidad. Pudo sentir que el extraño que le hablaba estaba justo a su derecha, a una distancia prudente y cuidada. De reojo, miró a través de su cabello esas prendas que aquél portaba y se mecían con el viento.

—¿Qué sabe usted, eh? ¿Intenta sermonearme con esa falsa lástima que todos dan cuando ven a alguien queriendo salvarse?

—Tú no quieres salvarte. Tú lo que quieres es vivir de nuevo.

Leo entrelazó las manos sobre el muro, indiferente tras soltar un poco su mandíbula. Dudaba en voltear y encarar a ese extraño, pero se contuvo.

—Yo ya estoy muerto, señor.

—Los muertos ya no tienen oportunidades, muchacho.

Leo apartó su orgullo altanero para ver de reojo que el hombre a su lado apoyaba las manos sobre sí mismas frente a su vientre, tan tranquilo que contagiaba.

ᴜᴛᴏᴘɪ́ᴀ ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora