14: ᴇʟ ᴄᴀғᴇ́ ᴅᴇ sᴜs ᴏᴊᴏs...

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Xiao había terminado de ordenar algunas cosas en el pequeño cuarto de servicio del hospital, quitándose la gorra para rascar su cabeza y estirar un poco el cuello: había trabajado duro. Y aunque estaba delgado, no estaba en forma para todo lo que tenía que hacer. Sacudió sus manos, utilizando su trabajo como una distracción para no echar más leña al pesado recuerdo de su hermano, a quien extrañaba, a pesar de todo. Ya habían discutido otras veces en el pasado, pero, Leo se había convertido en alguien tan difícil de reconocer para Xiao, que la distancia entre ambos les había resultado buena para recapacitar y meditar en cada uno. El rencor y los arrebatos no podían continuar apartándolos. «¿Y si voy a verlo?», pensó Xiao, porque, de todas maneras, ambos chicos contaban con el otro como uña y carne, así que, no podrían ignorarse por mucho tiempo. A diferencia de Leo, Xiao había estado leyendo la Biblia en sus descansos y había leído un versículo que dio en el clavo de su presente circunstancia:

"Soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros".

El muchacho había pensado en ello una y otra vez, asombrándose con cada lectura. Algo lo llamaba a no tirar la toalla; lo imposible de su arca lo había llevado a creer que sería posible llegar a un mejor camino para alguien como él. Y no quería limitar a Dios, así que ahí estaba: creyéndole.

Y lo primero que haría para Él, sería encarnar ese versículo de Colosenses 3:13. Iría sin rencores con su hermano y perdonaría su ofensa. Al salir de la conserjería, una llamada lo cambiaría todo. La manzana de su garganta subió hasta hacerle arder...

«Padre... ¿Por qué tenías que llamarme en este momento?».


...


Tic-tac, tic-tac: el reloj no tenía piedad en la cornisa. El desespero nublaba todo buen pronóstico y eso no era algo que Miriam quisiera padecer, pero sus manos temblorosas y sus hombros tensos la delataban. Había pasado un largo rato y, hasta entonces, el doctor no le había informado nada, limitándola a permanecer impaciente en la sala de espera. Afuera, la lluvia caía con un fuerte ruido, semejante al de la estática que hace un televisor viejo y roto. Además de pedirle a Dios que Leo estuviera bien, ¿había algo más que ella pudiera hacer? ¡Por favor, necesitaba saberlo! O sino, los nervios la arrojarían de bruces al suelo.

Años atrás, Miriam había visto a su hermano cansado y estresado por los rigurosos deberes de su Academia, y todo terminó con ella dejada en la casa de su abuela, viendo cómo sus padres subían al auto desesperados con David colgando de los brazos de Bastian, medio desmayado. Jamás lo había visto así, obvio, nadie imagina tal desgracia siquiera, pero la joven de entonces diecinueve años se aferró a los brazos y consuelos de su abuelita; esa viejita que olía a pan horneado y a libro viejo falleció un año después. Y Miriam, de nuevo, estando con esa misma sensación de ahogo, ya no contaba con el consuelo de esa mujer. Cerró los ojos, asustada. La puerta se abrió, mostrando a las enfermeras y al doctor Richard, por fin.

—Logramos estabilizarlo —dijo él, revelando que Leo había tenido unos bajos niveles de cortisol y que, además, se había mostrado renuente con su peso. Lo estudiarían y serían un poco más rigurosos con él, respecto a su alimentación.

—¿Puedo verlo, doctor?

—Claro que sí, señorita. Pero le pediré que, por favor, no lo despierte hasta que él lo haga por su cuenta, ¿de acuerdo?

Su mano estaba fría en cuanto la encerró entre las suyas para decirle con su tacto que ella estaba ahí, a su lado, para lo que necesitara. Nunca las mejillas de Miriam estuvieron tan rojizas y sus lágrimas formaron una cruz al cruzar sobre la comisura de sus labios, siendo lo más cuidadosa posible con su amigo. Leo dormitaba y la sentía, pero no quería abrir los ojos y perder la compañía de la chica a su izquierda; la oía orar en un suave susurro que podía confundir con la llovizna suave rodeándolos. Sus manos protegían la suya, y el invierno dejaba de existir en su interior por un instante. Lo dulce nunca le había gustado, hasta que Miriam lo hizo retractarse de dicho gusto. Pronto, le pondría un poco de azúcar a su café, sólo porque eso le recordaría a ella. Esa sensación de ser correspondido por un sentimiento que, presente, se confundía en el aire. Todavía ella oraba, cuando Leo decidió enderezar su cuerpo un poco, reclinando su cabeza hacia delante, agradeciendo que Miriam estuviera con sus párpados ciegos, y como un errante, buscó un ángulo cómodo para poder besarla. Su corazón se lo pedía. La soledad, también. Y antes de que pudiera hacerlo, ella abrió sus ojitos y se alejó un segundo, eclipsando sus miradas. Miriam vio el café de sus ojos tan cerca, que temió respirar su mismo aire. No quería malos entendidos con su amigo... No quería confundirse, y mucho menos, enamorarse.

Sus padres no le habían demostrado un amor genuino dentro de su matrimonio. ¿Qué le aseguraba el amor si se volvía a repetir aquello, pero con ella?

—Lo siento... —sollozó, poniéndose de pie antes de que el muchacho intentara convencerla—. No me siento preparada para... abrir mi corazón de esa forma, Leo.

—¿Por qué? —quiso saber él en su desconcierto—. ¿Hubo alguien que te rompió el corazón?

—Digamos que sí, pero, no tiene nada que ver con un amor romántico.

Miriam era un jardín de secretos en ese momento. Cruzada de brazos, permanecía alejada de su amigo, ahora, ¿enamorado de ella? O eso parecía... La verdad estaba empañada por los nervios y la incertidumbre; la confusión se iba entrometiendo, sutil y seductora, en cada emoción que el muchacho sentía por la joven, casi en viceversa por parte de ella. Pronto, lo dulce se tornó amargo, siendo Miriam la que soltó las palabras que nunca debió soltar; abrió la puerta que nunca debió abrir.

—Además... no sé cómo besar a un chico.

—No es la gran cosa, si piensas que es difícil... —La voz de Leo suavizó los temores de la fémina, pero, no la estaba convenciendo aún.

—Pienso lo que es correcto, Leo.

—¿Y qué es lo correcto?

La respuesta, lo dejó helado, otra vez.

—Un compromiso con Dios primero.

La visita para Miriam acabó allí. Tomando su pequeño bolso, y sin importar que la lluvia cayera a cántaros, se despidió de Leo y dejó las cosas suspendidas hasta que su corazón dejara de golpearle el pecho con fervor.


ᴜᴛᴏᴘɪ́ᴀ ©Tahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon