5: ʟᴏ ǫᴜᴇ ɴᴜɴᴄᴀ ᴅᴇʙɪᴏ́ ᴘᴀsᴀʀ

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¿Y si se habían conocido por accidente? 

La emoción de aquellos encuentros repentinos, pronto se volvió una rutina; un secreto entre dos almas jóvenes que, sin moros aparentes en la costa, se encontraban siempre después de las seis y se despedían antes de las ocho. Ni Miriam ni Leo comprendían cómo lograban esquivar a sus cercanos y seres queridos, creyendo que, a lo mejor, ellos no se daban cuenta de sus pausas en el tiempo. Como quien huye de una boda para ir detrás de quien cree su verdadero amor, así la joven doncella escapaba de sus preceptos, perdiéndose en la ceguera de aquel joven motociclista que pasaba desapercibido de lo que verdaderamente importaba. ¿Acaso su vida tenía algo importante? Por supuesto que sí, pero, él no quería dar un salto de fe. No lo quería.

—Mi abuela solía repetirnos a mi hermano y a mí que el corazón es engañoso —fueron las palabras que Miriam le dijo a Leo en una de sus reuniones—. No podemos dejar que sea el corazón quien nos mueva siempre, porque lo que nos parece correcto a veces, en realidad, no lo es.

Él se había reído, de forma sutil pero incrédula. Y ella lo había mirado con un brillo de esperanza en los ojos que, por desgracia, no pudo conmover al otro. Se dijeron adiós, con el mismo intercambio de caramelos, siendo Miriam quien volvía a creer que no estaba conociendo a Leo por casualidad. Y él, luego de haberla visto entrar a su residencia, se quedó con una extraña sensación. El insomnio volvió a importunarlo aquella noche de luna menguante, tal y como él menguaba su pensar en otra taza de café amargo, atada la vista en el cielo y nada más.

«No existes, ¿cierto? ¿Por qué, entonces, sigo hablándote?», pensó, resignado a aceptar que le hablaba a ese Dios invisible del que Miriam solía hablarle cada tanto.

No se trataba de una casualidad, ni tampoco del hilo rojo o del mismo destino. La vida era una sola, una rutina para algunos, un campo de batalla para otros. Y en aquella terraza, Leo ni siquiera estaba consciente de su vida, ya que se había acostumbrado a despertar cada día sin creerlo un motivo por el cual sentirse agradecido. El reloj le daba igual, el cambio de su sombra durante el transcurso del Sol le daba igual y todo le daba siempre así. Incluso, su mejor amigo había perdido la noción del tiempo por mero contagio suyo. Ya nada les resultaba emocionante ni nuevo. Pero, cómo anhelaban sentirse vivos de alguna manera.

—¿A dónde vas?

—Ya regreso, Xiao.

Pocas eran las veces en que Leo salía a caminar y tomarse un tiempo para él solo, pero como era domingo y la noche volvía a encender las calles, podría reflexionar, pasando desapercibido gracias al encierro de su burbuja. Mas veía con claridad la realidad y, no, no le agradaba ni un poco.

El bulevar estaba cruzando la calle, así que esperó su turno de cruzar, comenzando a sentir que algo no estaba bien. Un mareo lo hizo detenerse de golpe cuando estaba justo cruzando, quedando a merced de los coches en cuanto el semáforo cambió al favor de ellos. Desorientado y diáfano por las luces que le encandilaron la vista, fue que sintió el impacto más desgarrador de su vida. Nunca, ni desde su primera vez cayendo de sus andanzas sobre la motocicleta, había experimentado tal dolor. Cayó al suelo, oyendo que los demás gritaban y las sirenas sonaban, impotentes y rompiéndole los tímpanos. Tal fue su desgracia, que ninguno intentó socorrerlo hasta que la ambulancia que solía pasar por allí acechó la zona del accidente, dándole después los primeros auxilios.

Todo cambió desde entonces. Leo no abrió los ojos en ese momento, pero la muerte huyó de él.



ᴜᴛᴏᴘɪ́ᴀ ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora