3: ᴅᴜʟᴄᴇ ʏ ᴀᴍᴀʀɢᴏ

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Los mejores días parecían reservarse con un firmamento que iba trascendiendo a un amanecer ámbar. Las aves surcaban el viento del horizonte, y parte de él se colaba en las copas de los árboles, siendo la alameda su sitio favorito para soplar. Como de costumbre, la familia Boyer se había levantado temprano para desayunar y hacer los deberes del día, contemplando los primeros toques del Sol que traspasaba las ventanas, dejando reflejos de prisma y sombras diversas. Miriam se removía en sus sueños, previniendo aprovechar ese viernes, pues, un presentimiento la había abrazado. Lo primero que hizo al despertar, fue estirar sus brazos hacia las orillas de la cama, bajar sus pies desnudos sobre el suelo frío y balancearlos mientras parpadeaba y volvía en sí. Su sueño era pesado, más si cuidaba de la pequeña Mimí, quien nunca se agotaba de jugar y hacer preguntas. ¿Cómo una pequeñita de cinco años podía tener la energía de un atleta?

Miriam, consciente de su presentimiento, buscó un atuendo que creyó ideal: una polera blanca con un bordado de rosas que caían en un hombro, unos vaqueros anchos, una boina a juego con su polera y sus queridos mocasines. Agradeció que su hermano no ocupaba el baño y entró para asearse y ducharse. El reloj se sentía lento, como si en el fondo, estuviera jugando a favor de la joven niñera. Mientras el agua regaba su cuerpo, pensaba en cómo y qué diría para no dejar preocupada a su familia. Se suponía que Miriam ya era una adulta hecha y derecha, pero bajo el techo de sus padres y, por consecuencia, bajo sus reglas. El número veintidós en su edad estaba de adorno como los cuadros y floreros que ocupaban espacio en la sala y el comedor. El ceño marcado en una "T" de su padre era intimidante, al igual que los ojos redondos de su madre. Nunca se atrevió a contradecirles, por honra divina y por evitar rencillas. El que era fiable, por no decir el único, era David, su hermano mayor. Pero, él casi nunca estaba en casa.

Y esa mañana, con el Sol levantándose poco a poco, la familia Boyer desayunó pocas palabras. Unieron sus manos heladas para orar y agradecer por los alimentos, volviendo a ser de piedra al terminar. El padre de familia solo tenía en mente ganarle al reloj para serle fiel a su trabajo, y su esposa apenas recordaba los buenos tiempos, resignada a ser una rigurosa ama de casa. Miriam hasta entonces, no había podido hablarles sobre Leo Cheng, porque el silencio de sus padres también era intimidante. Sorbió el último litro de té, desenredando los nervios de sus piernas para ir por su bolso y partir junto a su padre hacia sus respectivos trabajos. Antes de abandonar su habitación, David se acercó a ella para despedirla y darle más caramelos de frambuesa para el ocio. Miriam abrazó a su hermano y, entre titubeos, decidió desvelarle su idea.

—Después del trabajo, iré a tomar un café... —David se fue alejando del abrazo al escucharla—, quizá vuelva antes de las ocho.

—¿Irás tú sola? —inquirió el mayor con extrañeza.

—Prometo volver antes de las ocho, hermano. Habrá macarons de frambuesa, tú sabes que me encantan.

David torció los labios, olfateando con duda. Finalmente, dio un asentimiento y tocó el ápice de la nariz de su hermana para animarla.

—Ve, Mir. Y que Dios te cuide mucho.


...


Mimí se había portado muy bien ese día, despidiéndose de la joven niñera hasta que ésta se hubo ido de la residencia, camino a la parada del bus, como de costumbre. En toda la tarde, había presentido algo, pero no lograba saber de qué se trataba. Su cabello se meció con la brisa, hasta que su teléfono interrumpió sus pensamientos; inquieta y sin haber agendado aquel número, atendió y permaneció expectante.

—¿Miriam? ¿Eres tú? —La voz de Leo tensó los hombros de la fémina, quien comenzó a mirar hacia todas partes como si fuese a encontrarlo en algún rincón.

ᴜᴛᴏᴘɪ́ᴀ ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora