🦋 Capítulo 2

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Habían pasado años desde que Valentín estuvo por última vez en su pueblo natal. Todavía recordaba la casa de sus abuelitos con mucho cariño y nostalgia. De niño había pasado horas jugando en el patio de esa casa; corriendo tras las gallinas y sus pollitos, escuchando gorjear los pájaros que se detenían entre las ramas de los mezquites.

Recordaba el melón dulce que comía durante el verano mientras metía a remojar los pies en el río, escuchando la melodía de la guitarra de su abuelo cuando le daba por tocar canciones de antaño. Tenía muy presente también las pláticas de los adultos que se extendían hasta bien entrada la noche, y que él disfrutaba escuchando incluso cuando no comprendía de lo que hablaban.

Tanto tiempo vivió en esa casa, y nunca supo sobre el cadáver que se escondía bajo la tierra que lo vio dar sus primeros pasos. Luego de quince años viviendo en la capital de Texas, en la comodidad de la ciudad con sus calles pavimentadas y sus autos con aire acondicionado, volvía a sus raíces.

―¿Pues a dónde se dirige, güerito? ―preguntó el hombre que se había ofrecido a llevarlo cuando lo encontró vagando en medio de la nada, luego de haber estado perdido durante una hora.

Valentín miró el piso pasar bajo sus pies, los cuales colgaban por el borde del carrito de madera tirado por burros, agitándose con cada nuevo bache en el camino terroso. El GPS de su teléfono estaba resultando ser tan inútil como él mismo en ese momento. Dedicó una mirada a los nogales que se extendían como gigantes dormidos, a ambos lados de la carretera, y se preguntó en silencio si sería por ellos que la señal no llegaba.

―Voy a Aguadulce —respondió.

―¡Pero si para allá ya no queda nada!

—¿Cómo que no queda nada?

—La presa de Aguadulce se desbordó hace años luego de una tormenta que duró días. El río arrasó con todas las casas que se encontraban en la orilla.

El corazón le dio un vuelco y sintió que se mareaba, aunque esto último seguro se debía a las más de diez horas de viaje y la falta de alimentos. El aroma intenso de la alfalfa que ocupaba la mayor parte del carrito de madera rústico era suficiente para agobiarlo también.

—¿Entonces usted a dónde va? —quiso saber, sintiéndose realmente preocupado por primera vez desde que inició su viaje.

El hombre, Jacinto, dio un trago largo a su botella de mezcal antes de responder. El sombrero amarillento que llevaba puesto casi se le cae cuando inclinó la cabeza hacia atrás. Valentín empezaba a cuestionar su decisión de subir a carro ajeno con un conductor poco confiable como ese. Decidió que pondría su fe en Chencho y Sabino, los burros, esperando que los animales tuvieran ya memorizado el camino.

―Voy más allá, por los campos de algodón. Hago entrega de alfalfa para todos esos ejidos. ¿Buscaba alguna casa en especial? Dígame, y yo le digo si todavía quedan esperanzas de que la encuentre medio entera.

―La casa de Concepción y Mario Olmos, ¿la conoce?

―¡Claro que sí! Yo fui a la escuela con Micaelo y Mercedes Olmos. A veces me invitaban a comer.

―Pues yo soy hijo de Mercedes.

―¡No me diga, güerito!

Valentín se miró los brazos, que eran de todo menos güeros, y se preguntó por qué seguía llamándolo así. Luego dedicó un vistazo rápido a los brazos de Jacinto, curtidos por el sol y al menos cuatro tonos más oscuros que los suyos.

―La casa de sus abuelos sigue medio reconocible, aunque ya no queda mucho de ella ―siguió hablando el hombre.

Valentín dejó que los últimos minutos del recorrido transcurrieran escuchando las historias de Jacinto, que hablaba sobre pueblos distantes y peculiares. Desde un lugar al que llamaban Manzanilla y cuyo nombre real todos sus habitantes habían olvidado, hasta otro conocido como Golondrina donde había toda clase de aves, excepto golondrinas.

Besando Tumbas || #ONC2024Tahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon