2 de Septiembre

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Calle Ficticia, 1 

Bath 

2 de septiembre

Querido señor Harris:

Está claro que lo mejor que tiene este cobertizo es que no hay ojos. No hay ojos por ninguna parte quitando los ocho de la araña, y esos no me están mirando. La araña está en la telaraña del alféizar, contemplando a través del cristal la silueta del árbol y la nube y la media luna, que se refleja plateada en sus ojos mientras ella piensa en moscas o en lo que sea. Mañana será distinto. Volverá a haber ojos. Ojos tristes y ojos interrogantes, ojos que me contemplarán, y otros que intentarán no levantar la vista pero no pararán de mirarme de reojo cuando llegue al instituto para empezar el nuevo trimestre. Allí no tendré dónde esconderme, ni en los lavabos siquiera si es eso lo que está pensando, porque el trimestre pasado unas chicas se quedaron esperándome a la puerta para echárseme encima, queriendo saberlo todo: el qué y el cuándo y el dónde y el cómo, pero no el quién, porque todas habían estado en el funeral. Preguntas preguntas preguntas preguntas que de pronto resonaban cada vez con más fuerza, y yo no sabía qué responder. Estaba empezando a parecer sospechosa, así que resultaba esencial encontrar algo que decir, pero tenía seco el aparato fonador. Me empezó a sudar la espalda, como si tuviera el espinazo al rojo vivo abrasándome desde el culo hasta el cerebro. Abrí el grifo al máximo. El agua me cayó a chorros en las manos en un intento de lavar mis culpas. Empecé a frotármelas cada vez más fuerte a medida que la respiración se me iba acelerando y las chicas se iban acercando cada vez más, y no pude seguir soportándolo ni un instante, así que me escapé corriendo. Abrí la puerta de un empujón y me choqué con mi profesora de Lengua, que me miró la cara y me llevó a su oficina. En la pared había un retrato de lady Macbeth y al pie la frase: «Fuera, mancha maldita» y, señor Harris, no sé qué tal anda usted de Shakespeare, pero por si le cabe la duda, le diré que no es que lady Macbeth se pusiera histérica por un grano en la barbilla. Me quedé mirando las manos ensangrentadas de lady Macbeth mientras las mías propias me temblaban violentamente. La señora Macklin cacareaba:

—Ya está ya está no te preocupes no hay prisa tómate el tiempo que necesites.

 Y yo me pregunté si lo decía de verdad, si le parecería bien que me quedara sentada a su mesa junto a su pila de ejercicios por corregir hasta el fin de los tiempos. Me resultó insoportable que fuera amable, que me diese palmaditas en el brazo y me aconsejara que respirase hondo, que me dijera que lo estaba haciendo muy bien y siendo muy valiente y que ella lo sentía muchísimo, ni más ni menos que como si hubiera sido culpa suya, y no mía, que el cuerpo de él estuviera en un ataúd. Eso es lo más duro de todo: saber que él está bajo tierra. Con los ojos bien abiertos. Esos ojos castaños que yo conozco tan bien, alzándose hacia un mundo que ya no pueden alcanzar. La boca abierta también, como si estuviera gritando la verdad pero nadie le oyese. A veces le veo hasta las uñas, rotas y llenas de sangre porque ha estado escribiendo con ellas en la tapa del ataúd una larga explicación de lo que ocurrió el 1 de mayo, enterrada a dos metros de profundidad de forma que nadie la va a leer jamás. Pero puede que estas cartas sirvan de algo, señor Harris. Puede que a medida que le voy contando a usted la historia se vaya borrando cada vez más del ataúd hasta que no quede nada. A él se le curarán las uñas y cruzará las manos sobre el pecho y al final de los finales cerrará los ojos, y cuando vengan los gusanos a comerse su carne le supondrá un alivio y su esqueleto sonreirá.


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