Decimocuarta Parte

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Como vas a ver, mi historia termina de otra manera. Claro que yo no podía haberlo adivinado el 1 de mayo, porque hacía una mañana tan perfecta como si Dios hubiera planchado una tela de color turquesa de lado a lado del cielo y le hubiese cosido justo en el medio un círculo amarillo. Me duele pensar cómo cerré los ojos para respirar profundamente o lo bien que me supo el desayuno en el patio, con mi madre y mi padre leyendo el periódico sin ninguna prisa ante una cafetera llena de auténtico café, sin hablar mucho pero sin discutir tampoco sobre a quién le tocaba la sección de negocios. Soph retozaba en el césped como un poni haciendo a Dot partirse de risa, y luego se agarraron del brazo y se pusieron a galopar alrededor del jardín hasta que Dot se tropezó. Ni que decir tiene que le echó la culpa a Soph, pero mi madre no fue corriendo a ver qué le pasaba ni le puso una tirita en el rasguño. Solo le dijo que

tuviera cuidado y luego volvió al periódico mientras mi padre sonreía por algo que estaba leyendo.

Esa noche yo iba a ir a la Feria de Primavera en el mismo parque donde había sido la hoguera. No conseguí estarme quieta durante el desayuno ni el almuerzo ni la cena y me pasé las horas inquieta, imaginándome el momento en el que viera a Aaron. Habíamos mantenido nuestra palabra y no habíamos quedado, pero si te digo la verdad, por supuesto que habíamos hablado por teléfono prácticamente todas las noches, colando una palabra aquí y allí, poniéndonos de acuerdo entre nosotros, odiando y queriendo aquella situación todo al mismo tiempo, como si eso fuese siquiera posible. La boda se había celebrado la última semana de abril, así que ya era hora de confesar y habíamos decidido hacerlo juntos esa noche.

Me puse mi vestido azul nuevo con la cabeza llena de un millón de conversaciones ensayadas, imaginándome a Max diciendo: «No os preocupéis por eso», y sonriendo al lado de la noria. Cuando por fin llegó la hora de ponerse en marcha, mi padre se metió con el coche en el centro de la ciudad, enfilando hacia las casetas que se veían en el parque bajo las hileras de luces brillando. Se detuvo junto a una camioneta de perritos calientes. La cebolla chisporroteaba. El humo se arremolinaba. La música de dos conciertos diferentes chocaba en la atmósfera mientras las atracciones traqueteaban

junto al río. Localicé a Lauren, que iba hacia la entrada del parque, así que salté del coche de mi padre y me uní a un grupo grande que crecía por segundos, con familias que se incorporaban por el lado derecho y por el izquierdo. Un payaso con zancos andaba tambaleándose y regalando caramelos y los bailarines

del baile Morris, ese baile tradicional inglés, estaban haciendo algo ridículo que no soy capaz ni de describir, y en mitad de la calle apareció una banda de viento, todos esos pies negros marchando y ese pedorreo de instrumentos dorados y músicos con uniformes elegantes con botones de latón en los que te podías mirar la cara.

Cuando llegué a la entrada, Lauren se estaba agarrando a uno de los barrotes de metal, quitándose un zapato y moviendo los dedos del pie.

—¿No son demasiado pequeños esos zapatos? —le pregunté.

—Demasiado pequeños, demasiado altos y demasiado estrechos, pero ¡tan bonitos! —me respondió acariciando el tacón de aguja rojo—. ¡Vamos dentro!

Sentí un escalofrío de miedo cuando entramos en el parque. El sol empezó a ponerse, Stu, y era espectacular, en plan imagínate helado en un cuenco, remolinos rosas y remolinos naranjas y remolinos amarillos derritiéndose juntos para formar colores que ni siquiera tienen nombre.

—¿A los coches de choque? —sugirió Lauren, así que pagamos para montar, pero yo tenía la cabeza en otra cosa porque estaba buscando buscando buscando a Aaron.

De repente, los coches de choque cobraron vida con un rugido y arrancamos todos hacia delante, pero Lauren pisó el pedal que no era y empezamos a girar marcha atrás en redondo a toda velocidad. Y ahí nos quedamos dando vueltas y vueltas y más vueltas, las dos con la boca abierta y gritando. Cuando por fin conseguimos ir hacia donde queríamos, apareció de pronto un chico y se estrelló contra la parte de atrás de nuestro coche, lanzándonos de una sacudida hacia delante. Se me escapó una palabrota del susto al ver que era Max. La sensación de culpa y la rabia se me juntaron en las tripas mientras Max retrocedía con rapidez. Pisando probablemente todo lo a fondo que podía, cargó una vez más hacia nosotras y chocó

Nubes de KétchupWhere stories live. Discover now