Decimotercera Parte

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Para cuando nos despedimos en el vestíbulo lo teníamos ya todo calculado. Aaron se lo iba a explicar todo a Max ese fin de semana antes de que yo lo viera en el instituto, que era donde me tocaba a mí hablar con él y pedirle perdón a la cara, porque yo no era ninguna cobarde, y luego Aaron y yo nos lo íbamos a tomar con calma, no se lo íbamos a estar restregando, íbamos a esperar a que a Max se le hubiera pasado para volver a presentarme en su casa. Al final de mi turno en la biblioteca había llegado a convencerme a mí misma de que lo más probable era que Max no tardara ni dos semanas en superarlo y elegir a alguna de las miles de otras chicas del instituto que estaban interesadas por él.

—Se te ve feliz —me dijo mi madre cuando me subí al coche con el pelo encrespado por la lluvia.

Toda mi cara parecía resplandecer cuando sonreí.

—Mi jornada laboral ha sido muy satisfactoria.

—¡Déjate de cuentos! Esa cara que traes solo puede significar una cosa.

—¡Mamá!

—Recuerdo lo que era ser joven, ¿sabes? —dijo—. O al menos vagamente. Así que ¿quién es él?

—¡Nadie! —grité, con la punta de las orejas colorada.

—Pues ese tal Nadie debe de ser un auténtico encanto —dijo ella comprobando los retrovisores antes de arrancar—. Pero ten cuidado, ¿eh? No te creas que me hace mucha gracia la idea de que te anden distrayendo los chicos.

—A mí no me está distrayendo nadie.

—Mejor. Porque los chicos vienen y van, ¿sabes? No como los resultados de los exámenes, que los vas a llevar contigo para siempre.

—Qué romántico —murmuré mientras salíamos a la calzada. Había parado la lluvia, pero las ruedas salpicaban en los charcos y a mí me encantaba el ruido que hacían y también el cielo gris que acechaba por encima de los árboles, también el tráfico y las tiendas y todo el extraordinario mundo ordinario.

—Esa es la verdad, mi amor. Ya habrá tiempo para chicos en el futuro, pero ahora, en el instituto, tienes la oportunidad... —Se detuvo al verme suspirar—. Lo siento.

La miré, sorprendida.

—No importa.

—No, sí que importa. —Sopló el aire que tenía en las mejillas—. Puede que tu padre tuviera razón conmigo. —Me dio unos golpecitos en la rodilla—. Pero no le digas que he dicho eso.

Seguimos todo el resto del trayecto en silencio, perdida cada una en nuestros pensamientos. Cuando estábamos aparcando en el camino de entrada a casa, Soph se asomó por la ventana de su cuarto, pero no hizo ni caso de mi saludo y cerró con fuerza las cortinas.

—¿Qué le pasa? —pregunté saliendo del coche.

—Me temo que no está de muy buen humor —dijo mi madre—. Lo las niñas esas de su clase...

—¿Se están portando peor?

Mi madre movió la cabeza con aire de preocupación.

—No es eso. —Abrió el maletero y me pasó una gran caja blanca con la tarta de cumpleaños de Dot —. ¡Que no se te caiga, que ha sido carísima! —Cogió tres bolsas más y me siguió hasta dentro de casa, diciéndome que me quitara los zapatos en la puerta—. Ayer hablé con la profesora de Soph.

—¿Le contaste lo de Portia?

—Sí.

—Y ¿qué te dijo?

Nubes de KétchupOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz