Octava Parte

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-«Its» no lleva apóstrofo.

Mi padre tamborileó con los dedos sobre la mesa.

-Sí que lo lleva.

-Solo cuando significa «it is». Para indicar posesión no necesita el apóstrofo.

Mi padre le dio a la tecla de borrar.

-Y ¿por qué no solicitas tú el trabajo en lugar de estar corrigiendo mi solicitud? Es tu especialidad del Derecho.

Mi madre se inclinó hacia delante para teclear.

-Ya lo hemos hablado. No pienso volver a pasar por todo eso. -Recogió tres tazas usadas y salió del cuarto con paso enérgico.

La casa estaba más limpia que nunca, los grifos del cuarto de baño resplandecían y los muebles olían a abrillantador. La hora de irse a la cama se volvió más estricta y la comprobación de nuestros deberes, más concienzuda así que mi madre me hizo repetir una redacción de Historia para incluir todos los hechos de la Guerra Fría que se me habían pasado, que eran bastantes, porque por lo que a mí respecta tampoco ocurrió gran cosa entre Rusia y Estados Unidos, o sea, tú imagínate un combate de boxeo en el que los dos boxeadores se quedan sentados cada uno en una punta del ring flexionando los músculos sin ponerse a pelear.

También obligó a Dot a practicar la lectura de labios, prácticamente todos los días al salir del colegio hasta que mi padre le dijo que le diera un respiro.

-¿Qué respiro quieres que le dé cuando tú no me dejas alternativa?

-Dot está agotada -dijo mi padre, y ni que decir tiene que mi hermana se había tirado sobre el brazo del sillón de cuero, con los brazos colgando hacia abajo-. Venga, Jane. Ya es bastante por hoy.

-Está haciendo el tonto -dijo mi madre tirando de Dot para volver a sentarla.

-¡Llevas una hora con eso!

-Una hora y veintidós minutos -murmuró desde el piano Soph, aporreando las teclas de un acorde en tono menor y con una voz tan triste que la agarré de la mano y me la llevé escaleras arriba al armario de mis padres.

Los vestidos de mi madre se balancearon en sus perchas cuando nos metimos entre los zapatos para ponernos cómodas. Abrí mi estuche y le pasé a Soph mi estilográfica preferida para animarla.

-¿Qué te pasa? -le pregunté en la oscuridad. Era un viernes por la noche sin demasiada luna, de modo que el armario estaba de un color negro espeso. Yo cogí un lápiz y aspiré con fuerza mientras Soph se mordía el labio-. Vamos a hacer un trato: tú me cuentas tu secreto y yo te cuento el mío.

Se lo pensó por un instante y luego desembuchó:

-No paran de llamarme cosas.

-¿Quién?

-Todas las niñas de mi clase. Todas. Y esta noche van a ir a dormir a casa de una de ellas con un tablero de güija y Portia les va a pedir a los espíritus que les revelen mis secretos.

-¿Se lo has dicho a algún profesor? -Se quedó mirándome como si yo estuviera loca, así que le

agarré las manos, abandonando el lápiz en un zapato de mi padre-. Tienes que decírselo a alguien. - Soph torció el gesto-. Lo tienes que contar -dije con más firmeza-. A mamá o a papá, si prefieres no decir nada en el colegio.

-Vale -susurró asintiendo ligeramente-. Si la cosa se pone peor. Igual a mamá.

Me tocaba hablar a mí, así que le conté lo de Max.

-No para de pedirme que nos veamos en los vestuarios a la salida del instituto.

-Y ¿tú vas?

-Es que es Max Morgan. Cómo va una a negarse.

Nubes de KétchupDonde viven las historias. Descúbrelo ahora