Cuarta Parte

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-Hay una lata de judías en el armario -dijo mi madre cuando mi padre se quedó mirando el microondas vacío, con las manos en las caderas. Olfateó el aire y me pregunté si sería capaz de oler el chile con carne que habíamos comido un poco antes y la ternera que se le había caído a Soph en la moqueta al intentar darle a escondidas un poco a Calavera.

Mi padre sacó un abrelatas del cajón.

-El abuelo no mejora -suspiró.

Mi madre hizo como si no le hubiera oído, mirando fijamente la pantalla de su portátil. Mi padre volcó las judías en un cuenco y por un instante me pregunté si no estaría a punto de aparecer Pelasio, todo azul y mojado, cubierto de salsa. Sonreí para mí misma, deseando terminar los deberes para poder escribir otro capítulo de mi cuento.

-¿Habéis pasado bien el día entonces? -preguntó mi padre tratando de entablar conversación.

-Más o menos -murmuró mi madre.

-Seguro que mejor que yo.

-Tampoco es un concurso, Simon.

-Ni yo he dicho que lo sea. Solo que hoy me ha caído una de las buenas. De hecho, necesito hablar de eso contigo. -Presionó algunos botones del microondas y se quedó mirando la bandeja, que giraba lentamente.

-En este momento estoy bastante ocupada -dijo mi madre.

-Es importante.

-Y esto también.

-¿Qué estás mirando?

-Nada que a ti te vaya a interesar -respondió ella con aire desdeñoso.

-Si es lo que creo que es, estás perdiendo el tiempo.

-Tampoco pasa nada por mirar -dijo mi madre haciendo clic en una página sobre implantes cocleares al mismo tiempo que el microondas hacía ping. Mi padre sacó el cuenco y metió un dedo en las judías.

-¿Cuánto tiempo hay que dejarlas? Todavía están frías.

-Cielo santo -dijo en tono brusco mi madre, levantándose y cogiéndole el cuenco. Mi padre no lo soltó por su lado-. ¿Es que no eres capaz de hacer nada solo?

-¡Yo no he dicho que lo tengas que hacer tú!

De un tirón, mi madre se lo arrancó de las manos a mi padre y lo volvió a meter en el microondas.

-Déjanos un momento, Zo -me dijo mi padre en voz baja-. Necesito hablar con tu madre.

-Estoy trabajando -murmuré sin levantar la vista de mis deberes. Me di golpecitos con el boli en los dientes para que viera que estaba pensando intensamente y que no había que molestarme.

-Cinco minutos, cariño. Por favor.

-Déjala, Simon. Está estudiando.

-Puede estudiar en su cuarto -respondió mi padre-. Venga, Zo.

Cogí enfurruñada mis libros y desaparecí de la cocina. Ni que decir tiene que hice lo que habría hecho cualquier persona normal y apoyé un vaso contra la pared del cuarto de estar, pero lo único que conseguí oír fue la sangre que se arremolinaba en mi propio cerebro, cosa que en realidad era un alivio, porque ya estaba empezando a preocuparme que hubiera problemas de trombos en mi familia. Se pasaron ahí una hora. Y también las tres noches siguientes. Yo no tenía ni idea de lo que estaban hablando, y Soph, que metió una pajita por la rendija de debajo de la puerta para espiar, lo único que logró ver fue una bola de pelusa de la moqueta.

Una semana después, las cosas se pusieron aún más raras. Al volver del instituto me encontré a mi padre dando paseos de un lado para otro del vestíbulo, aflojándose la corbata. El culo de mi madre asomaba del armarito de los zapatos.

Nubes de KétchupWhere stories live. Discover now