Séptima Parte

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Estaba yo haciendo equilibrios en el escalón del porche, mentalizándome para enfrentarme al mal tiempo que hacía, cuando mi madre me dijo que me llevaba ella al instituto.

-No quiero que encima de todo lo demás te agarres un resfriado.

Tenía mala cara y bolsas moradas debajo de los ojos. Nos pusimos en marcha bajo la lluvia, esa genuina lluvia inglesa que en lugar de gota a gota cae a rayas de unas nubes negras como el carbón. Ella iba conduciendo tan despacio que un vecino tocó el claxon para decirnos que nos apartáramos del paso. Mi madre dio un respingo y se puso a rezongar entre dientes, con un mal humor que insinuaba que se había pasado la noche dando vueltas en la cama sin dormir, sin pegar ojo ni por un instante.

Los limpiaparabrisas chorreaban y las ruedas salpicaban al cruzar los charcos y Lloyd iba corriendo por la acera, con el pelo pegado a los huesos, reducido a la mitad de aquella bola que se arrellanaba sobre el poste de la calle. El corazón me dolía de ganas de volver a estar sentada en el muro diciendo: «Por lo menos los perros no son tan estúpidos como para salir cuando llueve». Me pregunté por centésima vez si Aaron habría visto mi teléfono y si habría tenido una pelea tremenda con Max, probablemente rematada con un puñetazo de uno de ellos al otro.

Mi madre estaba sentada tan inclinada hacia delante que su cabeza estaba encima del volante. Dot iba firmemente sujeta en el asiento de atrás, poniendo caras y agarrándose la muñeca y echándole miradas a mi madre para ver si la estaba viendo. Mi madre la había dejado faltar al colegio y Soph lo había intentado también, quejándose de que le dolía la garganta, pero mi madre le examinó las amígdalas antes de salir de casa.

-A mí me parece que no les pasa nada. Además tampoco tienes fiebre.

Cuando dejamos a Soph a la puerta de su escuela, apenas nos dijo adiós. Se fue andando penosamente por el camino mientras Dot le decía adiós encantada sacando por la ventanilla del coche la mano que se suponía que le dolía.

La primera vez que vi a Max ese día fue en el comedor y, para ser sincera, me quedé sin aliento al verle y eso me sorprendió, porque estaba yo respirando tan tranquila y al segundo siguiente dejaron de funcionarme los pulmones al verlo entrar con un balón de fútbol bajo el brazo, con el pelo oscuro chorreando. Nos sonreímos el uno al otro en la cola mientras la encargada del comedor gritaba: «¡El siguiente, por favor!».

-¿Una ensalada? -dijo Lauren al verme coger un cuenco lleno de hojas y colocarlo en mi bandeja -. Si tú odias la ensalada.

Le lancé una mirada penetrante.

-Qué va. Me encanta.

Lauren me devolvió la mirada, sin darse cuenta de que estaba Max detrás.

-Pues en Historia me has dicho que tenías tanta hambre que te comerías a tu abuela empanada con guarnición de patatas y puré de guisantes.

Max sonrió porque se me veía avergonzada, pero cambié la ensalada de mi bandeja por un plato de comida de verdad.

El resto de la comida me lo pasé sentada con Lauren en nuestra clase, porque los radiadores soltaban un calor ardiente y seco. Estuvimos garabateando en nuestros diarios y la puse al tanto de lo de Max, pero no de lo de Aaron, haciéndola reír con lo del papel higiénico y exagerando el apuro con la madre al pasar por el pasillo. Lo de Max en cierto modo parecía menos privado. Más fácil de contar. Lo de Aaron resultaba demasiado íntimo para decirlo en voz alta. Lo de la fiesta y lo de la hoguera y cuando me llevó a casa en coche, todo había ocurrido al abrigo de la oscuridad y por eso resultaba difícil sacarlo a la luz, sobre todo en un aula con unos chicos que se tiraban un frisbee a la luz de los tubos fluorescentes. Lauren dibujó una casa y yo dibujé una cara sonriente y ella dibujó un corazón y yo dibujé un perro y un gato cutre con las colas atadas en un gran lazo.

Nubes de KétchupWhere stories live. Discover now