Undécima Parte

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Con Aaron fuera de juego, ya no había verdadera necesidad de poner freno a lo de su hermano.

Además, las cosas habían ido a mejor desde la noche del puzle, de modo que nos convertimos en una pareja que andaba por ahí juntos por mucho que resultase un poco raro, como si pones la mantequilla de cacahuete con la gelatina, aunque se me ocurre que quizá sean de las cosas que más te gustan. Por supuesto me mantuve lejos de su casa, pero cada vez que se me ocurría una excusa que ponerle a mi madre, quedábamos en la ciudad, casi siempre por donde el río, porque se estaba tranquilo y había un banco con árboles que lo resguardaban para protegernos si llovía.

Trasladaron al abuelo del hospital a una residencia de ancianos y mi padre le estaba ayudando a instalarse, yendo a verle siempre que podía. El Día de San Valentín bajó por la escalera con una tarjeta y la soltó en la cima de la pila de ropa que mi madre estaba planchando en la cocina mientras yo me tomaba el desayuno antes de irme a clase. Mi madre no se dio cuenta, se limitó a contemplar cómo mi padre ponía una bolsa en el suelo y un poco de pan en la tostadora, mientras la plancha echaba vapor sobre los pantalones de Dot.

—¿Vas a salir otra vez? —suspiró.

—A llevarle algunas fotos más. Le está ayudando. De verdad. Y el habla también le está mejorando.

La última vez dijo el padrenuestro sin equivocarse apenas. Las enfermeras han estado geniales.

Impresionantes, en serio. Estamos trabajando juntos para ver si logramos que él...

—Qué lástima que no te paguen por hacerlo...

—También estoy buscando trabajo —replicó mi padre mirando en el interior de la tostadora.

—Pues en ese sitio no lo vas a encontrar. —Mi madre dobló los vaqueros y entonces cogió la tarjeta de San Valentín de la pila de ropa y abrió el sobre. Por un instante, su rostro se suavizó—. Gracias, Simon. —Mi padre puso cara de satisfacción mientras untaba mantequilla en su tostada.

* * *

Verás, Stu, estoy segurísima de que en Estados Unidos celebráis San Valentín, y probablemente mucho más que nosotros, porque he visto en la tele la locura que montáis en tu país con las fiestas. Una vez, en el documental aquel sobre Halloween, salía un anciano de California pintándose la cara de negro. Alguien le preguntó: «¿Barack Obama?», y el anciano contestó: «O. J. Simpson», y yo no pillé la broma, pero se rio todo el mundo cada uno ante su plato de pastel de calabaza, así que me figuro que el 14 de febrero será igual de divertido. Me imagino que tú a Alice le debías de hacer montones de cosas antes de que te contara lo de su aventura con tu hermano, por ejemplo, un camino de velas y pétalos hasta una cena a la luz de las velas en tu terraza, o si no, igual ibas dejando un rastro de sobrecitos de kétchup para que tu esposa lo siguiera hasta la hamburguesa con queso y patatas fritas rizadas y el batido con dos pajitas.

Yo no estaba enamorada de Max, pero no me quedaba más remedio que mandarle una tarjeta, así que compré una de un oso polar en biquini y se la di a la hora de comer. Dentro ponía: «Me subes la temperatura», y yo había añadido: «... como el calentamiento global». Max lo miró con gesto inexpresivo, pero yo sabía que Aaron se habría reído, así que se me encogió el estómago mientras me sentaba con mi bandeja. Me llamé a mí misma al orden con esa voz áspera que me suena por dentro y mastiqué chicken nuggets con más determinación que de costumbre, deseando que Max contara algún chiste para reírme, pero no contó ni uno, y la verdad es que se le veía triste, picoteando unas patatas fritas.

Después de clase tuvimos una hora para estar juntos porque mi madre se había ido a llevar a Dot al logopeda, así que bajamos al río. Los pinzones volaban de rama en rama cuando encontramos nuestro banco de siempre. Max cogió una piedra y se había puesto a grabar algo en la madera cuando una garza bajó en picado del cielo y aterrizó cerca de mis pies.

Nubes de KétchupWhere stories live. Discover now