Duodécima Parte

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Vamos a empezar por el sexto cumpleaños de Dot, que fue el 16 de febrero, así que imagínatela saltando encima de mi cama para despertarme, o más bien encima de mi cabeza si mal no recuerdo, aplastándomela con la rodilla.

—¡Es mi cumpleaños! —dijo por señas poniéndome las manos delante de la cara para que pudiera vérselas. Su dedo meñique me pasó a un milímetro de la nariz.

—Eso ya lo sé.

—Pues ¿dónde está mi regalo?

Fingí ahogar un grito.

—¡Se me ha olvidado!

Dot entrecerró los ojos.

—Es mentira.

—No. De verdad. Se me ha olvidado.

Dot me agarró de las orejas y examinó más de cerca mi expresión, con la nariz tocando la mía.

—¡Mentirosa! —Se puso a bailar alrededor de mí diciendo a toda velocidad por gestos—: ¡Mentirosa mentirosa mentirosa!

Salí riéndome de la cama y saqué del armario el regalo que tenía escondido debajo de los zapatos. Dot rompió el papel de regalo para encontrar una corona de plástico dorado con las palabras «Reina del mundo» en la frente. La miró sorprendida.

—¿Te gusta?

—¡Me encanta!

Nos sentamos en la alfombra de mi dormitorio a tomar un té imaginario en el palacio de Buckingham.

—¿Puedo contarte un secreto? —me dijo por señas. Yo esperé haciendo como que me comía una galleta—. Tú eres la mejor de la familia. Pero la mejor de verdad.

Le toqué la nariz con mi taza de té imaginaria.

—Muchas gracias.

—Este es el mejor regalo de mi vida. Mejor que lo que me ha regalado mamá. —Dot arrugó la nariz —. Libros. Y cuadernos para colorear. No me ha comprado lo que le había pedido.

Ladeé la cabeza para mirarla.

—Y ¿qué era?

Dot me devolvió la mirada, con la cara triste.

—Unas orejas nuevas.

—¿Por eso le habías pedido un iPod a Papá Noel? —pregunté subiéndomela al regazo—. ¿Le pediste a él también unas orejas nuevas?

Asintió.

—Pero solo en la posdata del final de la carta, así que puede que ni lo viera.

—Puede —alcancé a decirle, sufriendo por ella, meciéndola de un lado para otro con ganas, por mucho que supiera que no iba a servir de nada, pero queriendo hacer algo.

Me miró fijamente, con los ojos verdes de verdad.

—¿Por qué he nacido así?

—No lo sé. Esas cosas no se eligen.

—Pues no me parece justo.

—No —le respondí—. A mí tampoco.

No pude dejar de pensar en ella toda la mañana. En la ducha. Al desayunar. Camino de la biblioteca. Si te digo la verdad, mientras arreglaba algunos libros viejos en el mostrador principal casi ni oía los rollos de la señora Simpson sobre la decoración de su casa.

—... Así que al final me decidí por una alfombra verde oliva.

—Qué bien. —Corté con el pulgar un trozo pegajoso de papel celo, preguntándome si esa preocupación sería lo que mi madre sentía por Dot todos los días.

Nubes de KétchupDove le storie prendono vita. Scoprilo ora