Sexta Parte

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Levanté la vista de la balanza y vi el pelo castaño de la nuca de Max en la clase de al lado. El estómago me dio un brinco y aterrizó de un golpe tan seco que me retumbó en el cerebro. Todo pensamiento inteligente quedó pulverizado como la sal, que por si le interesa se me había olvidado echarla en la masa del pan. La barra fue un desastre, plana y quemada, y lo único que pude hacer con ella fue tirarla. Daba la casualidad de que la papelera estaba al lado de la puerta de la clase de diseño y Max debió de sentir mi presencia. Cuando despegué el pan de la bandeja del horno con un cuchillo, levantó la vista de su dibujo. Le dije hola con la mano, pero por desgracia era la misma en la que tenía el cuchillo, aparte de que estaba demasiado nerviosa para sonreír. Viéndolo desde el punto de vista de Max, debí de aparecer con cara de pocos amigos en la ventana blandiendo un arma afilada y desaparecer un instante después.

Lauren no se lo podía creer. No paraba de decir:

-A casa de Max. A casa de Max. -Y a mí me encantaba su tono de admiración-. ¿De verdad vas a ir a su casa esta noche?

-Pues he pensado que igual sí -dije como sin darle importancia.

-Y ¿tu madre te deja? -preguntó ella, con el delantal lleno de harina.

-No exactamente. -Le conté que les había dicho a mis padres que iba a ir a la biblioteca a investigar sobre los ríos para un trabajo de Geografía-. Ellos tienen secretos que no me cuentan, así que tampoco me siento mal por no decírselo todo.

-Esa es una pendiente resbaladiza -cantó Lauren, y tenía razón, Stuart, pero yo me limité a encogerme de hombros escudándome en la palabra ignorancia, y dije:

-Una mentirijilla tampoco le va a hacer daño a nadie.

Cuando sonó el timbre metí mis libros en la mochila y salí disparada hacia el cobertizo de las bicicletas, que era donde habíamos quedado, preguntándome qué diablos estaba haciendo. A casa de Max. A casa de Aaron. Para ser sincera me sentía tan gallina que debía de parecer un pollo de esos crudos del supermercado con el uniforme del instituto y cara de terror. Pero entonces apareció Max todo imponente y antes de que pudiera darme cuenta estaba saliendo detrás de él por el portón del instituto, con la esperanza de que todas las demás chicas lo estuvieran viendo. Pero no oyendo. La conversación resultaba forzada ahora que Max estaba sereno. La confianza que teníamos en la hoguera se había desvanecido en el aire en plan puf y no éramos más que dos adolescentes con el uniforme del instituto que andaban a trompicones bajo la llovizna, sin más fuegos artificiales.

-¿Qué hiciste ayer? -pregunté cuando nos paramos ante un cruce a esperar a que apareciera el hombrecito verde.

-Jugar al fútbol.

-¿Cómo quedasteis?

-Tres a dos. Ganamos.

-Tres a dos. Ganasteis -repetí mientras aparecía el hombrecito verde.

-¿A quién saludas? -preguntó Max, y era verdad que yo estaba moviendo la mano de un lado para otro. Era una costumbre, una cosa que hacía para que Dot sonriera, decirle hola al hombrecito verde como si fuera una persona de verdad con un trabajo y no solo una luz de una máquina.

-Solo estaba espantando un mosquito.

-Pero si es invierno.

-Pues sería un petirrojo -dije en broma, pero Max no lo pilló.

Cuando llegamos a su casa y recorrimos el camino del jardín, tuve cuidado de no tocar los cocodrilos. Max abrió la puerta y yo no tenía ninguna necesidad en absoluto de poner los dedos en el pomo, pero lo hice de todas formas porque acabábamos de estudiar en Biología el ADN y cómo se va desprendiendo del cuerpo sin que uno se dé ni cuenta. Apreté el frío metal preguntándome cuántas veces habría hecho Aaron eso mismo.

Nubes de KétchupWhere stories live. Discover now